Por Diego Martín Rotondo
Doña Amanda encontró a Don Jaime sumergido en su sillón; tenía el control remoto en la mano derecha, estaba muerto. Cuando llegaron los policías, presa de una terrible desesperación, comenzó a gesticular con sus bracitos y a vociferar enloquecidamente.
—¡La televisión me lo mató!... él… ¡él se ponía muy nervioso y gritaba! —decía una y otra vez.
Los uniformados ingresaron a la vieja casona sostenida por paredes herrumbrosas y descascaradas, cubierta por techos grises, renegridos por la humedad; decorada con muebles de antaño y jarrones con flores muertas. Colgaban de todas partes decenas de fotografías espectrales con bodas y bautismos color sepia, retratos ovales y rojizos mostrando extraños personajes del siglo pasado; había pinturas baratas con paisajes fangosos que parecían ser parte de la utilería de una película de horror. Los policías sintieron una corriente eléctrica que ascendía por las suelas de sus borceguíes y les escalofriaba el pescuezo. El hedor era inaguantable; olía a muerte; un vaho húmedo que parecía ser una mezcla de los aromas característicos de la naftalina, la leche pútrida y el Gamexáne.
El viejo Jaime se hallaba postrado en un sillón desvencijado de pana bordó, frente a un arcaico televisor negro de treinta pulgadas. Todavía estaba tibio el finado, tenía los ojos abiertos y estremecidos, enfocados en dirección a la pantalla. Llevaba una camisa abierta y bermudas blancas. Sus piernas dibujaban un rombo gélido y lampiño que se cerraba en unos pies varicosos enjaulados en unas viejas ojotas de cuero negro. Su mano estrechaba el control remoto como si se tratase de la empuñadura de una espada, como si hubiese batallado hasta la muerte contra la invisibilidad de los fantasmas catódicos de cada mediodía.
—¡Él miraba el noticioso todo el día! —chillaba la viejecita—. Se ponía el despertador a las seis, tomaba el café con leche y se sentaba en el sillón a mirar las noticias hasta las doce de la noche, a veces ni cenaba, solo me pedía que le llevase el mate… ¡Pobrecito mi Jaime! ¡Él gritaba oficial! ¡Gritaba mucho! ¡Y contaba los muertos de cada día! ¡Decía que nos iban a venir a buscar jovencitos encapuchados y que nos iban a atar y que nos iban a cortar en pedacitos y después, que nos iban a quemar! ¡Andaba loco con eso! ¡Decía que el noticioso lo mostraba todo el tiempo! ¡Y lo repetía y repetía y repetía! ¡Dios mío! —gemía doña Amanda—. Él decía: “En cualquier momento nos va a llegar vieja, falta poco, el señor de la tele lo dice”
Los dos policías se miraban con gestos lastimosos e indulgentes; uno tomaba nota, el otro se comunicaba por Handy con la ambulancia.
—¡Me lo mató la televisión! —Repetía la pequeña anciana derramando sus lágrimas sobre sus palmas reumáticas.
El policía del handy sondeo los vértices aceitosos del televisor como queriendo atender los reclamos de la anciana; saco su linterna y la enfoco sobre los cables polvorientos y llenos de pelusa que le daban corriente al aparato. Sonrió con cierto sarcasmo, otro caso aburrido pensaría; sin embargo…
—¡Pero! ¿Qué mierda?... —mascullo con un gemido apartándose del aparato de un salto—. ¡Que es esto!
El otro oficial que se encontraba observando al anciano se dio la vuelta y observó a su compañero.
—¿Qué paso Jorge? ¿Qué encontraste?
—¡Mirá la tele!... ¡Mirá!... Esto… ¡Esto es sangre ché!
La pantalla del viejo televisor comenzó a transpirar gotas escarlatas, dibujando enjambres de sangre que enjaulaban el rostro del periodista que contaba los muertos del día en el noticioso. Las gotas rojas casi negras, también comenzaron a filtrarse por las rejillas de ambos parlantes laterales. Los oficiales, absolutamente desconcertados, caminaban acechantes alrededor del aparato que no paraba de supurar estrías de sangre desde sus vértices y sus botones.
—¡Pero que!... —mascullo el otro policía mientras posaba su mano trémula sobre la funda de su pistola.
—¡Él siempre decía! —gritaba Amanda— ¡Que el televisor estaba lleno de gente muerta!... Y hoy, lo escuche gritar: ¡Vieja, sale sangre de la televisión! ¡Vieja vení! ¡Y lloraba como un bebé mi Jaime! Y cuando vine al living… ya se había ido el pobrecito.
Ambos oficiales se miraron pávidos, mientras la sangre comenzaba a expandirse por el piso turbio de pinotea y cercaba circularmente las botas negras de ambos hasta atraparlos en un charco rojo y burbujeante. La viejecita se llevo sus manos achacosas a la cabeza y camino zigzagueando, dando pasitos en cámara lenta rumbo a la puerta de entrada…
—Ohhh...… ¡Jesús, María y José! ¡Otra vez! ¡Otra vez! —chillaba mientras huía hacia la calle. Detrás de ella, en el interior de la casona, dos alaridos agónicos menguaban con el sol del crepúsculo.
Dos horas más tarde, alumbrados por la luna roja, una veintena de uniformados, fuertemente armados, irrumpieron en la morada. Encontraron tres cadáveres. La pequeña anciana no paraba de repetir:
—¡La televisión los mató! ¡Ellos se pusieron muy nerviosos y gritaban!