La habitación vacía


Por Gustavo Fernando Reyes

El joven despertó en el piso. Curiosamente, no recordaba quién era ni adónde estaba.

Le dolía la cabeza. Tenía manchas de sangre por toda la ropa. Intentó sentarse pero ni las piernas ni los brazos le respondieron, como si hubiera estado clavado al suelo. Tomó aire con fuerza. Tenía los pulmones oprimidos por el peso del cuerpo. Al cabo de un rato volvió a probar. Logró despabilar un brazo y luego otro. Logró extender una pierna y luego otra. Entonces se incorporó. De prisa. Agitado.

Apoyó una mano en la pared y trató de recordar cómo se llamaba. Las agujas instaladas en la cabeza no le permitieron pensar. De un vistazo pudo cerciorarse de que estaba en una habitación exigua, de una sola puerta y una sola ventana. Fue en ese momento, al girar los talones, al avanzar hacia el centro de la habitación, que vio el cadáver. Estaba boca abajo, la nariz incrustada en los tablones del piso. Un curso de sangre corría en busca de la salida. Las rodillas del joven cedieron. Aturdido, gateó hasta la puerta implorando ayuda. Arañó el empapelado y alcanzó el picaporte. No recordaba su nombre, no sabía adónde estaba, pero no tenía dudas de que era un asesino. Los asesinos huyen, pensó con extrañeza, como si ese pensamiento no le perteneciera. Antes de salir se volvió sobre el cuerpo. Registró sus bolsillos en busca de alguna evidencia que le ayudara a reconstruir la memoria. Solo dio con una billetera de cuero, una libreta amarilla, unas fotos borrosas. Tomó la billetera y dejó el resto. Salió. Afuera se encontró con un pasillo estrecho. Varias puertas se recortaban a ambos costados de la penumbra. Al final del corredor vio luz y escuchó unos ruidos. Un hombre roncaba con las piernas montadas sobre un mostrador. Cruzó el vestíbulo del hotel con la celeridad de un prófugo. Cuando alcanzó la calle escuchó que el conserje daba voces tratando de detenerlo. Paró un taxi y subió. Solo entonces se percató de que no sabía adónde ir, que en realidad no tenía adónde ir. Abrió la billetera y sacó diez pesos. No había mucho dinero. Hasta donde llegue, le dijo al taxista, lanzando la plata. El taxista lo espió por el retrovisor. Además de la sangre en la ropa, el pasajero tenía cortes en las mejillas y en la frente, como si hubiera librado una batalla. Los cabellos exaltados revelaban que no había tenido una buena noche. Diez cuadras después el taxi frenó abriendo un surco hirviente en el pavimento. El joven se arrojó del vehículo. Caminó sin dirección, sumido en los vapores amargos que causa el desconcierto. Se metió en el primer hotel que encontró. El hotel Savoy. El horizonte estaba salpicado de sierras. Se registró con el nombre de José María —se le ocurrió en el momento, tal vez por la imagen de Cristo que había junto al tablero de llaves— y trepó tres pisos hasta su habitación. Una vez allí, se desplomó en la cama. Deseaba dormir por el resto de sus días, pero una misión muy importante lo esperaba: averiguar quién carajo era y por qué había matado a un hombre. Saltó de la cama y corrió hasta el baño. Pensó que al mirarse en el espejo recordaría su nombre instantáneamente. Pero no. El espejo le devolvió la imagen de una cara desconocida, ojos irrigados de crueldad. No sólo era un asesino, también se parecía bastante a uno. Entonces rompió el espejo con el hierro de su puño.

Regresó a la cama y prendió el televisor. Buscó el canal de noticias locales. El control remoto temblaba en una mano. Por un programa de meteorología supo que estaba en Carlos Paz. Después de un rato de deambular de un canal a otro, dio con un resumen de noticias policiales. De pronto reconoció el hotel, el hotel del que acababa de huir, el hotel donde despertó junto a un cadáver. En una sucesión de imágenes vertiginosas vio la habitación donde despertara y perdiera la identidad, vio el cuerpo ahora tapado por un nylon negro, vio el curso de sangre que se convirtió en laguna, vio al conserje que trataba de describir al asesino, asegurando que era joven, cabellos encrespados, ojos saltones, que nunca lo había visto antes, ni siquiera al entrar aquella mañana, vio a la policía cercando el hotel con cintas rojas, ahuyentando la curiosidad de los vecinos. Quiso seguir viendo, quiso continuar mirando por si algún dato lo orientaba en medio de tanta confusión, pero el sueño lo asaltó, lo derribó de la misma manera que él había hecho con su víctima. Durmió profundamente. Con pesadez.

Cuando despertó a la mañana siguiente tenía ropas limpias y olía a colonia barata. Notó que le dolía un poco la cintura. Quizá porque se había quedado dormido con las piernas trepadas al mostrador. En su cabeza retumbaban los ecos de un portazo. Fue el ruido que lo despertó. Desmontando las piernas rodeó el mostrador y vio que la puerta del hotel que daba a la calle había quedado entreabierta, como si alguien en el apuro hubiera olvidado cerrarla. Un escalofrío polar de pronto lo invadió. Volvió la vista y vio el pasillo estrecho por el que la mañana anterior huyera como un criminal. ¿Es que acaso lo era? ¿Cómo había aparecido otra vez en el lugar del crimen? Aquello no tenía explicación, como tampoco el deseo de remontar el pasillo en penumbras hasta la única puerta que dejaba escapar una luz agónica. Empujó con el codo la placa de madera para no dejar huellas y miró hacia adentro. Tenía la esperanza de encontrar una habitación típica de hotel de segunda, con una cama apenas estirada, toallas plegadas como cartón, jabones de miniatura dispersos por todas partes. Pero lo que halló fue el horror de una escena ya conocida, el espanto de una habitación sin muebles, vacía, y en el centro el cuerpo de un tipo, sin nylon negro que lo cubra, sin billetera de cuero, pero con un hilo de sangre manando de su vientre que cobraba dimensiones de charco. Y José María volvió a huir, como la mañana anterior salvo que el conserje no le salió a gritar, porque él era el conserje, el mismo que había matado al tipo de la habitación vacía.

Regresó corriendo al hotel Savoy. Se encerró en la habitación. Clausuró las ventanas que daban a la calle. Pasó todo el día pensando en una forma de resolver su situación. Hacía dos días que no comía. Solo tomaba agua de la canilla mientras se mojaba los pelos y la nuca. Pensó en entregarse a la policía pero de inmediato desechó la posibilidad. Cómo le iban a creer a un tipo que ni siquiera recordaba su nombre. Tal vez si escribía su declaración, si contaba cómo sucedieron los hechos. La idea lo entusiasmó y de inmediato sacó la birome que llevaba en el bolsillo de su camisa de conserje y escribió con rapidez, escribió como si buscara en ese hecho la salvación de su vida. Sólo escribió. Las ventanas selladas no le alertaron sobre el avance de la noche. El televisor aquel día nunca se prendió. Hacia la madrugada el cansancio lo derrotó. José María o como quiera que se llamara cayó de bruces sobre la mesita que oficiaba de escritorio. Malherido.

No volvió a despertar. La policía lo encontró muerto, con doce puñaladas en el vientre, en una habitación sin muebles de un hotel de segunda. ubicado en Carlos Paz. Aparentemente el móvil del crimen fue el robo. La billetera de cuero de la víctima nunca se halló. Tampoco al conserje, acusado del asesinato. El criminal dejó explicado en una libreta amarilla las razones de su empresa, que tantas pesadillas y culpa le originaran.

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