La zapatilla azul


Por Guillermo Javier Naveira

El hogar ya está apagado. La noche incipiente me somete fácilmente al cansancio, dejándome llevar. Las piernas de mi mujer se enroscan en mí, debajo de las frazadas. Rem, silencio profundo y continuo. El calor del otro cuerpo se renueva en mi pecho, mi cabeza cae de costado y nada más. No existe el mundo después de eso.
Casi imperceptible, algo similar a un aullido cruza mis oídos y crece. Los ojos dejan de darme vueltas y los parpados se abren. Empiezo a distinguirlo. Los perros ladran descontrolados en el parque, a veces parecen llantos, no sé si es valor o desesperación. Giro dentro de la cama. La cara de Luciana expresa una mueca de horror.
- Voy a salir- le digo escondiendo temor.
- No lo hagas.
- Tranquila, no pasa nada.
- Quiero que te quedes, por favor- vuelve a mirarme con horror.
- Tengo que salir.
- No tenés que hacerlo.
- Si, están los perros ladrando- justifico mi partida.
- Y?
- Por ahí son pecaríes o algo así.
- Tengo miedo!! Quedate, Marquitos se va a despertar- implora con sus ojos verdes.
- Son dos minutos, bajo para ver. Vuelvo en seguida y te abrazo- me pueden esos ojos.
La veo pucheriar mientras se tapa. “Estúpido, vos tú curiosidad”, estará pensado Lu, pero no se imagina porque bajo. “Debe ser una liebre o un cerdo” me repito una y otra vez en mi cabeza, tratando de escapar a la posibilidad de algún enfurecido asesino o ladrón. Pero no puedo evitar acordarme de la masacre que sufrieron hace un año los Manfredi. Sus cadáveres destrozados, las marcas de los arañones en las puertas, los coágulos de sangre en las paredes, la pobre anciana llorando sobre los cajones de su hijo, de su nuera y de sus nietos. Definitivamente tengo que bajar.
Salir del colchón fue como recibir un baldazo de agua congelada en el polo norte. Acto seguido me calzo la campera, los guantes y el gorro. El aire me enfría la sangre y los pulmones. Abro el placard y saco del fondo la Winchester. Exhalo humo por la boca y vuelvo a respirar profundo. La casa es vieja, rechinan los escalones con mi peso al bajar. Solo tengo que abrir la puerta y ver con que me encuentro.
El cielo está cerrado, ni la luz de la luna asoma algún pequeño resplandor. Más allá de la entrada el verde se pronuncia inmenso entre los árboles que se mueven por el viento. Puedo sentir como un escalofrió me recorre, cuando noto los pelos erizados de los dos perros. Tanto el dogo, como el ovejero alemán, están nerviosos. Se cruzan de lado a lado, enredándose entre sus cadenas. Hasta podría decir que en el ambiente hay un olor diferente. Un hombre de campo como yo sabe distinguir bien cuando otro animal anda rondando por los pastizales.
Un paneo a lo largo del horizonte no me revela nada, lo único que escucho el sonido del aire silbándome al oído y a los perros hocicando hacia adelante.
Quizás sea innecesario, pero supongo que si doy unas vueltas confirmare que no pasa nada. Cargo el arma en la espalda y me decido por llevar al dogo con migo, prefiere matar antes que ladrar. Todo esta tan negro que lo único que cobra forma es lo que logra alcanzar mi linterna. Pasto y más pasto mojado. Comienzo a creer que me estoy volviendo paranoico, ¿qué tiene que hacer un hombre a esta hora de la madrugada entre los pastizales? Falta poco para que amanezca y no puedo darme el lujo de no trabajar mañana, eso sí que sería no proteger a mi mujer y a mi hijo.
Sin encontrar nada me dispongo al regreso, teniendo más respeto por mi sueño que por mi insomnio.  
Pero más allá del deseo, el impulso de la correa hacia una zona del jardín gana mayor relevancia. El perro hace pequeños aullidos, el césped está manchado con un hilo de sangre bordo que se pierde dentro de la maleza. El animal me tira fuerte, parece enfurecido. Ambos empezamos a nadar entre los yuyos, atraídos por la línea roja imperfecta, que se dibuja a veces en el piso, y otras veces a los costados. Ya no siento tanto el frio. La caminata se hace intensa y me hace sudar. El camino  lleva a hasta la ruta, donde prácticamente no pasan autos.
El trayecto de sangre parece perderse cruzando el asfalto. Sin darme cuenta, impulsado por la potencia del dogo, caigo de manera espamentosa en una zanja. Allí entre el agua podrida y las moscas flota una zapatilla azul, bastante despedazada.
El cielo ya a esa altura pinta algunas líneas naranjas en el fondo. Levanto la cabeza por arriba del surco del piso y lo veo, por dios que puedo verlo. Ojalá no escuche los gruñidos de mi animal.
Tirado a varios metros de distancia un muchacho yace sin vida en el suelo. Encima de él un ser espantoso, parecido a un licántropo, desmiembra su cuerpo mutilándolo. No puedo evitar que un vómito se extienda por mis labios sacudiéndome, dejándome sin fuerzas para sostener la correa. El perro escapa de control y corre echándose sobre el ser, mordiéndolo. Luego el ruido de una mandíbula partiendo huesos se hizo presente y el dogo cayó estático.
Preso del miedo solo atino a irme lo más rápido que puedo. En mis manos llevo la zapatilla y el rifle.
Me cuesta mucho reconocer el retorno, pero debo decir que los rayos del sol han sido piadosos al iluminarme el camino. Solo quiero estar en casa y abrazar a mi familia.
Cuando llego, traspaso la puerta de entrada y voy directo a los cuartos.
En uno de ellos Lucía duerme plácidamente, mientras que en el otro solo se encuentra una zapatilla azul exactamente igual a la que llevo en mis manos.

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