El temblor


Por Leandro Antonio Santillán

Los viejos que tomaban mate en la vereda lo llamaban Pancho. Siempre lo veían pasar trotando como perro de competencia —aunque con la lengua afuera—, mirando con cara de ternero degollado (así decían) hasta que por fin encontraba alguna sombra y ahí se echaba por horas. El verdadero nombre era Vrolok, así al menos le había puesto el eslovaco Patricio cuando se lo dieron con diez días de vida, hacía ya más de siete años. Si bien una exasperante tranquilidad era característica inconfundible del noble animal, también dedicaba parte de su tiempo a oler culos de sus pares, pedir comida o caricias con la mirada y a hacer todas esas cosas que hacen los perros de pueblo, todo excepto correr. Él trotaba; era como si aumentar un poco la velocidad le demandara una energía tal que pudiera conducirlo a la muerte misma.

Vrolok —o Pancho— parecía pastor alemán pero en realidad era demasiado enano para hacerle honor a esa raza. A los viejos le costaba imaginar cómo había sido concebido dada la notable diferencia de altura que había entre el gran pastor que fantaseaban como padre y Gilda, la perra petisona que lo había parido tiempo atrás.

También Patricio, el dueño de Vrolok, era objeto de conversación entre los vecinos. Lo catalogaban de parco por su notable reticencia a esa vida social tan común en los pueblos chicos y criticaban su extraño aspecto: piel blanca y cabello negrísimo sumado a unos ojos claros y penetrantes. Cada tanto solía agarrar su camioneta F100 desvencijada —a veces solo, a veces con su mascota— y desaparecía por varios días. Si bien los vecinos no sabían cómo se ganaba la vida, muchos coincidían en que esos viajes nocturnos tenían que ver con sus negocios, negocios que los malpensados de siempre clasificaban como “extraños”.

Y un día, mientras Vrolok vagaba por ahí un temblor sacudió la zona. No era el primero, por lo que la gente no entró en pánico, pero causó bastante susto por la fuerza con la que se movieron las cosas. Instantes después de que el sacudón pasara al anecdotario local, los vecinos constataron que todo estuviera en orden y siguieron con su vida normalmente. Todos menos Vrolok, que a partir de ese hecho abandonó su habitual y tranquilo comportamiento.

Mientras que antes se acercaba para recibir una caricia, ahora lo hacía sigilosamente para morder con fiereza a su víctima y escapar velozmente hacia su hogar. Incluso dejó de agarrar los huesos que la gente le daba, lo que extrañó aún más a todos; solo se saciaba de una única manera: mordiendo y escapando. La gente temió que el temblor hubiera afectado a todos los perros, pero con el paso de los días comprobaron que solo Vrolok se había vuelto violento.

Luego de tres certeros ataques, la situación pasó a ser la primera preocupación del pueblo. Estaban quienes decían que había que sacrificarlo y quienes sostenían que había que hablar con Patricio y plantearle la situación para contuviera a su peligrosa mascota. Como no hubo acuerdo, momentáneamente los vecinos solo se dedicaron a tratar de evitar el contacto con el animal, pero de todas maneras éste se las ingeniaba para lograr su cometido sin ser atrapado.

Una noche de esas, Manuel, el hijo del panadero, se encontraba cenando con sus padres cuando alguien tocó la puerta con desesperación. Era Beatriz, su hermana, que pedía ayuda a gritos porque su hijo había sido atacado por Vrolok. Manuel fue al encuentro de su sobrino y notó una grave herida en una de sus regordetas piernas. Sin dudar un segundo, improvisó un torniquete con un trapo y un tenedor. El desmayo de Beatriz al observar que a su criatura le faltaba un pedazo de carne a la altura del gemelo le agregó más dramatismo a la escena. Minutos después llegó el doctor, se hizo cargo de la situación y todos se tranquilizaron un poco, todos excepto la madre que seguía penando, mano en pecho y derramando lágrimas.

Manuel se puso a hablar con un amigo de su sobrino, testigo principal del hecho, y éste le contó cómo había sucedido todo. Que estaban jugando en el patio pese a que su madre los había mandado a dormir, que la pelotita que pateaban se fue hacia el lado de las plantas del jardín, que el gordo la fue a buscar, que justo cuando estaba por agarrarla algo se movió, que el gordo gritó y que un perro salió rajando hacia la calle, para el lado de la casa del loco Patricio. Cuando Manuel se estaba yendo, el chico lo agarró del brazo y le dijo que nunca en su vida había visto a un animal correr tan rápido. “Corría tan rápido que daba miedo”, le dijo.

Manuel y otros dos vecinos fueron hasta la casa de Patricio, golpearon la puerta pero nunca fueron atendidos. Dieron vueltas alrededor tratando de encontrar una ventana por donde mirar para constatar si había movimientos en el interior pero todas se encontraban cerradas y tapadas con cortinas oscuras. Lo único que pudieron observar fue un pequeño agujero en la puerta trasera por donde seguramente Vrolok entraba y salía. Uno de los hombres sugirió tapar el agujero para impedir que el perro saliera nuevamente, pero Manuel, observador, consideró que no había elementos para asegurar que el animal estuviera adentro.

A raíz del incidente, algunos vecinos optaron por armarse y otros por salir lo menos posible, lo que dotó al pueblo de un aire de abandono como nunca antes había tenido. Todos llegaron a la conclusión de que había que atrapar a Vrolok y encerrarlo hasta tanto su dueño viniera a reclamarlo. Apostaron a un vecino armado para que vigilara el agujero desde una distancia prudente, mientras que el resto permanecería alerta ante un posible nuevo ataque.

Al día siguiente, en horas de la tarde, cuando el sol se ocultaba de a poco detrás de los cerros, Vrolok sorprendió a una vecina colgando la ropa y le saltó encima, lo que hizo que la señora trastabillara y cayera indefensa al suelo. Con una velocidad inverosímil le arrancó un pedazo de brazo y huyó hacia la vivienda de su amo, mientras era perseguido por las personas que fueron alertadas por los gritos espeluznantes de la vecina, que en medio de movimientos espasmódicos se desangraba rápidamente.

El perro se escabulló por el agujero que había en la puerta trasera y detrás de él, luego de que Manuel tumbara la puerta con una violenta patada, ingresaron los perseguidores. Uno de ellos tuvo que prender una linterna porque la oscuridad en el lugar era absoluta y el piso estaba lleno de cosas tiradas. A medida que se acercaban al único sonido que emergía de las tinieblas, asustados por el lúgubre escenario y por un fuerte olor nauseabundo que parecía emanar de cada uno de los rincones de la casa, los hombres se fueron quedando y saliendo, todos a excepción de Manuel, cuyo ánimo de venganza lo impulsaba a avanzar a paso lento, sigiloso, a empuñar con fuerza la linterna que le dio uno de los cobardes y también el palo con punta afilada con el que pretendía defenderse de un virtual ataque del perro. Así llegó hasta la puerta semi abierta de la habitación de cuyo interior se escapaba el ruido, cada vez más claro, más nítido y gracias a esa claridad, notoriamente más repugnante.

Manuel encendió la linterna y la tapó con la mano para no despertar brusca atención. Se acercó hasta la puerta, asomó levemente la cabeza y empezó a descubrir la luz de a poco, apuntando hacia la fuente misma del sonido, con curiosidad pero también con miedo. La iluminación amarilla fue abarcando cada vez más espacio hasta que alumbró de lleno la escena, pero sólo por un par de segundos porque la linterna cayó violentamente al piso, primero oscilante, luego quieta, e iluminó un rincón apático de la habitación.

Manuel, con espanto, antes de huir trastabillando con miles de objetos, vio cómo Patricio, notablemente desmejorado y aplastado por un gran mueble, clavaba sus largos colmillos en un pequeño pedazo de carne y succionaba la sangre mientras Vrolok, jadeante y con el hocico rojo, le relamía la frente.

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