Don Jaime y el televisor asesino (relato ganador de Mundos en Tinieblas 2011)


Por Diego Martín Rotondo

Doña Amanda encontró a Don Jaime sumergido en su sillón; tenía el control remoto en la mano derecha, estaba muerto. Cuando llegaron los policías, presa de una terrible desesperación, comenzó a gesticular con sus bracitos y a vociferar enloquecidamente.

—¡La televisión me lo mató!... él… ¡él se ponía muy nervioso y gritaba! —decía una y otra vez.

Los uniformados ingresaron a la vieja casona sostenida por paredes herrumbrosas y descascaradas, cubierta por techos grises, renegridos por la humedad; decorada con muebles de antaño y jarrones con flores muertas. Colgaban de todas partes decenas de fotografías espectrales con bodas y bautismos color sepia, retratos ovales y rojizos mostrando extraños personajes del siglo pasado; había pinturas baratas con paisajes fangosos que parecían ser parte de la utilería de una película de horror. Los policías sintieron una corriente eléctrica que ascendía por las suelas de sus borceguíes y les escalofriaba el pescuezo. El hedor era inaguantable; olía a muerte; un vaho húmedo que parecía ser una mezcla de los aromas característicos de la naftalina, la leche pútrida y el Gamexáne.

El viejo Jaime se hallaba postrado en un sillón desvencijado de pana bordó, frente a un arcaico televisor negro de treinta pulgadas. Todavía estaba tibio el finado, tenía los ojos abiertos y estremecidos, enfocados en dirección a la pantalla. Llevaba una camisa abierta y bermudas blancas. Sus piernas dibujaban un rombo gélido y lampiño que se cerraba en unos pies varicosos enjaulados en unas viejas ojotas de cuero negro. Su mano estrechaba el control remoto como si se tratase de la empuñadura de una espada, como si hubiese batallado hasta la muerte contra la invisibilidad de los fantasmas catódicos de cada mediodía.

—¡Él miraba el noticioso todo el día! —chillaba la viejecita—. Se ponía el despertador a las seis, tomaba el café con leche y se sentaba en el sillón a mirar las noticias hasta las doce de la noche, a veces ni cenaba, solo me pedía que le llevase el mate… ¡Pobrecito mi Jaime! ¡Él gritaba oficial! ¡Gritaba mucho! ¡Y contaba los muertos de cada día! ¡Decía que nos iban a venir a buscar jovencitos encapuchados y que nos iban a atar y que nos iban a cortar en pedacitos y después, que nos iban a quemar! ¡Andaba loco con eso! ¡Decía que el noticioso lo mostraba todo el tiempo! ¡Y lo repetía y repetía y repetía! ¡Dios mío! —gemía doña Amanda—. Él decía: “En cualquier momento nos va a llegar vieja, falta poco, el señor de la tele lo dice”

Los dos policías se miraban con gestos lastimosos e indulgentes; uno tomaba nota, el otro se comunicaba por Handy con la ambulancia.

—¡Me lo mató la televisión! —Repetía la pequeña anciana derramando sus lágrimas sobre sus palmas reumáticas.

El policía del handy sondeo los vértices aceitosos del televisor como queriendo atender los reclamos de la anciana; saco su linterna y la enfoco sobre los cables polvorientos y llenos de pelusa que le daban corriente al aparato. Sonrió con cierto sarcasmo, otro caso aburrido pensaría; sin embargo…

—¡Pero! ¿Qué mierda?... —mascullo con un gemido apartándose del aparato de un salto—. ¡Que es esto!

El otro oficial que se encontraba observando al anciano se dio la vuelta y observó a su compañero.

—¿Qué paso Jorge? ¿Qué encontraste?

—¡Mirá la tele!... ¡Mirá!... Esto… ¡Esto es sangre ché!

La pantalla del viejo televisor comenzó a transpirar gotas escarlatas, dibujando enjambres de sangre que enjaulaban el rostro del periodista que contaba los muertos del día en el noticioso. Las gotas rojas casi negras, también comenzaron a filtrarse por las rejillas de ambos parlantes laterales. Los oficiales, absolutamente desconcertados, caminaban acechantes alrededor del aparato que no paraba de supurar estrías de sangre desde sus vértices y sus botones.

—¡Pero que!... —mascullo el otro policía mientras posaba su mano trémula sobre la funda de su pistola.

—¡Él siempre decía! —gritaba Amanda— ¡Que el televisor estaba lleno de gente muerta!... Y hoy, lo escuche gritar: ¡Vieja, sale sangre de la televisión! ¡Vieja vení! ¡Y lloraba como un bebé mi Jaime! Y cuando vine al living… ya se había ido el pobrecito.

Ambos oficiales se miraron pávidos, mientras la sangre comenzaba a expandirse por el piso turbio de pinotea y cercaba circularmente las botas negras de ambos hasta atraparlos en un charco rojo y burbujeante. La viejecita se llevo sus manos achacosas a la cabeza y camino zigzagueando, dando pasitos en cámara lenta rumbo a la puerta de entrada…

—Ohhh...… ¡Jesús, María y José! ¡Otra vez! ¡Otra vez! —chillaba mientras huía hacia la calle. Detrás de ella, en el interior de la casona, dos alaridos agónicos menguaban con el sol del crepúsculo.

Dos horas más tarde, alumbrados por la luna roja, una veintena de uniformados, fuertemente armados, irrumpieron en la morada. Encontraron tres cadáveres. La pequeña anciana no paraba de repetir:

—¡La televisión los mató! ¡Ellos se pusieron muy nerviosos y gritaban!

Basili Kosich


Por Daniel Andrés Campano

No soy Basili Kosich. Lo aclaro porque desde esta mañana todo parece indicarme lo contrario. Mi nombre es Miguel Vargas y soy empleado municipal de Pico Truncado, una modesta localidad del sur de Argentina. Tengo cuarenta y dos años recién estrenados, sin hijos, sin pareja, sin familia, pero con algunos amigos que espero lean esto y puedan restablecer la realidad que me está siendo usurpada.

En este momento estoy sentado en una especie de bar y mientras escribo no puedo dejar de percibir una espantosa realidad: las personas a mi alrededor hablan una lengua que me es desconocida. Hace unas horas, cuando ingresé a este establecimiento notablemente alterado por lo que me ocurría, mi pánico se incrementó al notar que el mozo que me atendió no entendía nada de lo que le hablaba. Tuve que valerme de gestos para hacerme servir un café cargado, unas cuantas hojas y una birome. Necesito hacer memoria para recordar que pasó anoche, allí posiblemente esté la clave para descifrar lo que me pasa.

Brumas, sólo brumas. He tenido resacas memorables en mi vida, pero jamás me había pasado algo así. No puedo recordar que pasó ayer, mis recuerdos terminan en el momento en que llegué del trabajo dispuesto a celebrar mi cumpleaños con Víctor y Rubén, y es en ellos en quienes deposito las esperanzas de una respuesta, en ellos y en esta carta cuya única función parece ser la de sacarme de esta realidad terrible que me está lacerando la mente. No recuerdo nada, y no sé por qué estoy acá, ni donde estoy. De hecho, no recuerdo siquiera cómo me levanté esta mañana al despuntar el alba. Mi conciencia del día parece haber regresado a mí desde una niebla desconocida mientras caminaba sin rumbo fijo por unas calles que jamás había visto, como si del sueño hubiera pasado a la vigilia sin interrupción en mi andar, y sin interrupciones entre lo onírico y lo tangible, y por eso decidí entrar a este bar a ordenar mis pensamientos. No tengo dolor de cabeza, no siento el típico sabor pastoso que acompaña a la metabolización del alcohol, estoy limpio, con ropas prolijas y agradables, salvo un pequeño detalle… no es mi ropa la que estoy vistiendo. En vano intenté buscar mi celular, no lo tengo, ni tampoco documentos o algo que me devuelva la identidad que se me escurre como arena por los dedos.

¡No soy Basili Kosich! El nombre retumba en mi mente como intentando ser reconocido como propio… sin embargo yo sé que soy Miguel Vargas, y que me encuentro sumergido en un lugar extraño como en un mal sueño del que no puedo despertar. He notado en el último cuarto de hora con cierto asombro que el zumbido de la charla de las mesas vecinas se va haciendo menos oscuro, menos zumbido y más murmullo, y curiosamente algunas palabras son perfectamente asimiladas por mi, aunque desconozco el dialecto al que pertenecen. Soy Miguel Vargas, la reiteración es necesaria, y no hablo más idiomas que el castellano con el que me críe. No entiendo que está pasando, pero esto no puede ser más real que una pesadilla. Aunque a veces las pesadillas son más reales de lo que uno supone.

Hace unos minutos fuí al baño y me miré en el espejo. Si bien hasta hace poco estaba seguro de mi aspecto, el reflejo de mi imagen me devolvió una realidad absolutamente distinta que me impactó en primera instancia, pero que ahora me resulta perfectamente natural. Reconozco cada ángulo de mi fisonomía como propio, la redondez de mi vientre, la claridad de mis ojos, la espesura de mi barba, cada una de las manchas de mis manos; sin embargo hubiera jurado que siempre fui delgado, de ojos oscuros y retraídos y barbilla lampiña. Usando sorprendida y toscamente un idioma que hasta hace unas horas me era ajeno, solicité que me indicaran donde había un teléfono para hacer una llamada. Pero no pude marcar ningún número, simplemente no recuerdo siquiera la característica mi ciudad. Nuevas cifras sin destinatario comienzan a poblar mi mente como una marea suave pero persistente.

Confundido trato de guarecerme en algo íntimo y personal. Ajeno a toda pertenencia física que me auxilie, recurro a los siempre confortables recuerdos de la infancia, pero descubro asombrado que un velo tenue comienza a tiznarlos con una capa de nuevos recuerdos que no siento propios, o al menos no son parte de la realidad a la que estoy habituado. Sigo sentado en este bar, con estas hojas que escribo bajo mi diestra (¿no era zurdo yo?), con la sombra de un nuevo café en la taza y desahogándome en este diario improvisado. Cada tanto miro hacia afuera a través del ventanal y trato de encontrar respuestas en el andar de las personas que caminan, los vehículos que circulan, las nubes semovientes de un cielo que ya casi me parece familiar. Me llama la atención el aspecto de las edificaciones, techos rojizos, edificios antiguos que exhiben orgullosos una existencia incluso milenaria en sus fachadas. Fachadas que se dibujan en mis pupilas en contornos que ya han sido marcados con anterioridad aunque no entienda como es eso posible. Juro que jamás he salido de mi país, y no existe posibilidad alguna de que me encuentre en una zona desconocida de Pico Truncado. ¿Dónde estoy? ¿Cómo llegué acá? ¿Quién soy?

La respuesta a estas intrigas se forma en mi mente con una certeza que termina por borrar cualquier asomo de duda, del que sólo queda registro por lo escrito precedentemente.

Me encuentro en mi ciudad natal, Pécs, una modesta urbe del sur de Hungría… y mi nombre es Basili Kosich, tengo cuarenta y dos años recién estrenados, y ya no sé por qué empecé a escribir estas notas.

La habitación vacía


Por Gustavo Fernando Reyes

El joven despertó en el piso. Curiosamente, no recordaba quién era ni adónde estaba.

Le dolía la cabeza. Tenía manchas de sangre por toda la ropa. Intentó sentarse pero ni las piernas ni los brazos le respondieron, como si hubiera estado clavado al suelo. Tomó aire con fuerza. Tenía los pulmones oprimidos por el peso del cuerpo. Al cabo de un rato volvió a probar. Logró despabilar un brazo y luego otro. Logró extender una pierna y luego otra. Entonces se incorporó. De prisa. Agitado.

Apoyó una mano en la pared y trató de recordar cómo se llamaba. Las agujas instaladas en la cabeza no le permitieron pensar. De un vistazo pudo cerciorarse de que estaba en una habitación exigua, de una sola puerta y una sola ventana. Fue en ese momento, al girar los talones, al avanzar hacia el centro de la habitación, que vio el cadáver. Estaba boca abajo, la nariz incrustada en los tablones del piso. Un curso de sangre corría en busca de la salida. Las rodillas del joven cedieron. Aturdido, gateó hasta la puerta implorando ayuda. Arañó el empapelado y alcanzó el picaporte. No recordaba su nombre, no sabía adónde estaba, pero no tenía dudas de que era un asesino. Los asesinos huyen, pensó con extrañeza, como si ese pensamiento no le perteneciera. Antes de salir se volvió sobre el cuerpo. Registró sus bolsillos en busca de alguna evidencia que le ayudara a reconstruir la memoria. Solo dio con una billetera de cuero, una libreta amarilla, unas fotos borrosas. Tomó la billetera y dejó el resto. Salió. Afuera se encontró con un pasillo estrecho. Varias puertas se recortaban a ambos costados de la penumbra. Al final del corredor vio luz y escuchó unos ruidos. Un hombre roncaba con las piernas montadas sobre un mostrador. Cruzó el vestíbulo del hotel con la celeridad de un prófugo. Cuando alcanzó la calle escuchó que el conserje daba voces tratando de detenerlo. Paró un taxi y subió. Solo entonces se percató de que no sabía adónde ir, que en realidad no tenía adónde ir. Abrió la billetera y sacó diez pesos. No había mucho dinero. Hasta donde llegue, le dijo al taxista, lanzando la plata. El taxista lo espió por el retrovisor. Además de la sangre en la ropa, el pasajero tenía cortes en las mejillas y en la frente, como si hubiera librado una batalla. Los cabellos exaltados revelaban que no había tenido una buena noche. Diez cuadras después el taxi frenó abriendo un surco hirviente en el pavimento. El joven se arrojó del vehículo. Caminó sin dirección, sumido en los vapores amargos que causa el desconcierto. Se metió en el primer hotel que encontró. El hotel Savoy. El horizonte estaba salpicado de sierras. Se registró con el nombre de José María —se le ocurrió en el momento, tal vez por la imagen de Cristo que había junto al tablero de llaves— y trepó tres pisos hasta su habitación. Una vez allí, se desplomó en la cama. Deseaba dormir por el resto de sus días, pero una misión muy importante lo esperaba: averiguar quién carajo era y por qué había matado a un hombre. Saltó de la cama y corrió hasta el baño. Pensó que al mirarse en el espejo recordaría su nombre instantáneamente. Pero no. El espejo le devolvió la imagen de una cara desconocida, ojos irrigados de crueldad. No sólo era un asesino, también se parecía bastante a uno. Entonces rompió el espejo con el hierro de su puño.

Regresó a la cama y prendió el televisor. Buscó el canal de noticias locales. El control remoto temblaba en una mano. Por un programa de meteorología supo que estaba en Carlos Paz. Después de un rato de deambular de un canal a otro, dio con un resumen de noticias policiales. De pronto reconoció el hotel, el hotel del que acababa de huir, el hotel donde despertó junto a un cadáver. En una sucesión de imágenes vertiginosas vio la habitación donde despertara y perdiera la identidad, vio el cuerpo ahora tapado por un nylon negro, vio el curso de sangre que se convirtió en laguna, vio al conserje que trataba de describir al asesino, asegurando que era joven, cabellos encrespados, ojos saltones, que nunca lo había visto antes, ni siquiera al entrar aquella mañana, vio a la policía cercando el hotel con cintas rojas, ahuyentando la curiosidad de los vecinos. Quiso seguir viendo, quiso continuar mirando por si algún dato lo orientaba en medio de tanta confusión, pero el sueño lo asaltó, lo derribó de la misma manera que él había hecho con su víctima. Durmió profundamente. Con pesadez.

Cuando despertó a la mañana siguiente tenía ropas limpias y olía a colonia barata. Notó que le dolía un poco la cintura. Quizá porque se había quedado dormido con las piernas trepadas al mostrador. En su cabeza retumbaban los ecos de un portazo. Fue el ruido que lo despertó. Desmontando las piernas rodeó el mostrador y vio que la puerta del hotel que daba a la calle había quedado entreabierta, como si alguien en el apuro hubiera olvidado cerrarla. Un escalofrío polar de pronto lo invadió. Volvió la vista y vio el pasillo estrecho por el que la mañana anterior huyera como un criminal. ¿Es que acaso lo era? ¿Cómo había aparecido otra vez en el lugar del crimen? Aquello no tenía explicación, como tampoco el deseo de remontar el pasillo en penumbras hasta la única puerta que dejaba escapar una luz agónica. Empujó con el codo la placa de madera para no dejar huellas y miró hacia adentro. Tenía la esperanza de encontrar una habitación típica de hotel de segunda, con una cama apenas estirada, toallas plegadas como cartón, jabones de miniatura dispersos por todas partes. Pero lo que halló fue el horror de una escena ya conocida, el espanto de una habitación sin muebles, vacía, y en el centro el cuerpo de un tipo, sin nylon negro que lo cubra, sin billetera de cuero, pero con un hilo de sangre manando de su vientre que cobraba dimensiones de charco. Y José María volvió a huir, como la mañana anterior salvo que el conserje no le salió a gritar, porque él era el conserje, el mismo que había matado al tipo de la habitación vacía.

Regresó corriendo al hotel Savoy. Se encerró en la habitación. Clausuró las ventanas que daban a la calle. Pasó todo el día pensando en una forma de resolver su situación. Hacía dos días que no comía. Solo tomaba agua de la canilla mientras se mojaba los pelos y la nuca. Pensó en entregarse a la policía pero de inmediato desechó la posibilidad. Cómo le iban a creer a un tipo que ni siquiera recordaba su nombre. Tal vez si escribía su declaración, si contaba cómo sucedieron los hechos. La idea lo entusiasmó y de inmediato sacó la birome que llevaba en el bolsillo de su camisa de conserje y escribió con rapidez, escribió como si buscara en ese hecho la salvación de su vida. Sólo escribió. Las ventanas selladas no le alertaron sobre el avance de la noche. El televisor aquel día nunca se prendió. Hacia la madrugada el cansancio lo derrotó. José María o como quiera que se llamara cayó de bruces sobre la mesita que oficiaba de escritorio. Malherido.

No volvió a despertar. La policía lo encontró muerto, con doce puñaladas en el vientre, en una habitación sin muebles de un hotel de segunda. ubicado en Carlos Paz. Aparentemente el móvil del crimen fue el robo. La billetera de cuero de la víctima nunca se halló. Tampoco al conserje, acusado del asesinato. El criminal dejó explicado en una libreta amarilla las razones de su empresa, que tantas pesadillas y culpa le originaran.