Deja vú

Por Sebastián Gabriel Barrasa

Cuánta calma que genera la mirada del fogón. Uno puede quedarse frente a la leña ardiente durante horas, intentando olvidar. Aunque es el fuego mismo el que convierte las brazas en figuras, y entonces resulta inevitable dibujar allí ese rostro. Un rostro que no puedo recordar y que a la vez me es imposible olvidar del todo. No pudo ser el entrerriano, ni la artesana de las piedritas, ni ninguno de quienes compartieron con nosotros alguna cena o un juego. Jamás llevamos a un “extraño” a la bahía; para eso hicimos el pacto.
María señala el plato que hay en mi mano, tan lleno como cuando me lo sirvió, “ya sé que no somos virtuosas cocineras”, me dice, “pero aparenta estar delicioso”, y con los ojos señala a los demás que mastican y se relamen como si no lo hubieran hecho en días. Aunque, en realidad, el que no comió nada aún fui yo, “hace cuánto que no comíamos carne”, agrega, y yo estoy seguro de que anoche, aunque ya todo lo de anoche… No quiero responderle; para qué. Para que ella también me diga que me deje de molestar con esas cosas, que ya basta, que desde ayer…
Entonces Carlos propone ir otra vez, y la calma del fuego se me apaga. No puedo regresar a ese lugar. Sé que es sugestión, que es falso. Pero mi corazón está latiendo otra vez a mil por hora y el sudor frío empieza de nuevo a correr por mi cuello y no puedo hacer otra cosa que intentar volver al fuego.

Creo que Fernando fue el primero que lo propuso, quizá Carlos. Los dos estuvieron en este camping el año pasado. El camino del bosque no es una senda de ésas que llevan a un sitio especial, como un mirador o una cascada. Es un camino anónimo, abierto a punta de machete por quién sabe quién, que se entrega cauteloso sólo a quienes se atreven a desafiarlo. Bordea la costa sur del río y se pierde luego entre los matorrales. Detrás de un cañaveral, los chicos encontraron un desvío, y al final, un claro, entre los árboles, nos descubre la bahía.
Nos sabíamos guiar por el reflejo de la luna en el agua. Hubiera sido extremadamente sencillo perderse si el río no estuviese allí: a la derecha, para ir; a la izquierda, para regresar al campamento. Llevábamos linternas, aunque, en general, las manteníamos apagadas. Excepto para cruzar un tramo difícil o peligroso como el pantano: un lodazal de agua estancada, lombrices y mosquitos, que para el gordo Joaquín era el terrible pantano de la leyenda, con sus arenas movedizas capaces de tragar a cualquiera, para siempre… Era habitual contarnos fantasías de este tipo durante la caminata, hasta que llegábamos a la bahía y nos sentábamos en círculo a relatar una historia de misterio y terror.
Fernando había clavado en el centro de la bahía, lo que él llamó nuestro estandarte: una caña con un trapo blanco atado. Un trapo que alguna vez fue la remera de un desconocido, que Fernando encontró tirada en el camino cuando regresamos de la primera caminata. Entonces el pacto tuvo que haber sido la segunda noche, porque esa misma mañana lavó la remera y la dejó secar durante toda la tarde. Cuando llegamos al anochecer a la bahía, clavó una caña en el centro de la explanada y nos dijo que a partir de ese momento éste sería nuestro lugar en el bosque. Nadie, fuera del grupo, podría entrar jamás en nuestro sitio. Y para eso debíamos sellar un pacto de sangre. Todos nos pinchamos un dedo con su cuchillo y dejamos caer una gotita en el blanco de la remera. Sólo una por cada uno y el lugar quedaría bajo la protección de los demonios. Luego recitó unas frases en latín mientras ataba el estandarte a la caña. Y nos invitó a que nos sentásemos en ronda, para contarnos la historia de esos demonios, que terminó con las chicas abrazadas a quienes tenían más próximos, y yo aproveché para acercarme a Johana. Después Fernando, con sus juegos macabros, nos asustó durante el camino de regreso, porque las chicas pidieron volver “inmediatamente”; y el gordo señalaba cosas moviéndose entre los arbustos, o sonidos lejanos como un aullido, o un grito, y nos mostraba ojos rojos que nunca veíamos, y las chicas gritaban y nos abrazaban más fuerte, y todos jugábamos el mismo juego.
Pero ayer, luego de que Fernando relató la historia de una niña que reaparecía en las noches sin luna con su túnica blanca levitando las aguas… justo después de que Fernando relató esa historia, y con dificultad pudimos cruzar el pantano, yo noté una ausencia.
Nos conté. Éramos ocho; sin embargo yo hubiera jurado que salimos nueve. Les grité a los demás para avisarles que habíamos perdido a uno. Carlos se acercó y nos señaló con su linterna a cada uno, y dijo que no, que estábamos todos, que éramos ocho como fuimos siempre. Miré los rostros: Carlos, Fernando, Johana, el gordo, María, la colo, Gloria, estábamos todos; no había razón para dudar.
Retomamos el paso; María mencionó que había logrado asustarla con mi juego. Tal vez todos creían que era un juego, porque Fernando se reía como aplaudiendo, y las chicas me decían que ya basta, y yo seguía buscándole un rostro, o un nombre… No podíamos dejarlo ahí, solo, en la inmensa oscuridad del bosque. Insistí, aunque ninguno quiso creerme; cómo creer algo de lo que siquiera uno está convencido.
Durante lo noche no pude dormir, Johana se fue a la carpa de las chicas diciendo que no me soportaba más. Me quedé solo, tratando de apaciguar el huracán de ideas que me taladraba la cabeza, e intentando comprender por qué era yo el único que parecía sentir esta ausencia, y a la vez por qué no podía recordar más que eso.
Esta mañana, intenté volver a hablar del tema con Johana y ella me dijo que para la caminata de la noche estaba bien, pero que ya era más que suficiente. Y su reacción es comprensible. Supongo que yo hubiese respondido igual si me dieran los buenos días con el mismo delirio con que me acosaron toda la noche. Me fui a caminar por la costa del río. Hacia el norte, por supuesto; porque ni loco me volvería a meter solo en el bosque. Aunque fuese de día. Ni solo, ni en grupo; jamás volveré a ese lugar.
Sentado en la playa me convencí de que tal vez el exceso de sol, el frío, el dormir mal. Que debe ser un error en mi memoria. Como cuando vivimos algo que creemos que pasó. Como un dejá vu.

No sé realmente cuánto tiempo estuve dormido. Me despertó el frío del anochecer, y volví suponiendo que estarían preocupados por mi ausencia.
Los chicos ya habían encendido el fogón. Las chicas preparaban la cena. Ninguno me preguntó dónde había estado todo el día. Tampoco me recriminaron el no haberlos ayudado a buscar leña, ni lavar los cubiertos, ni preparar la comida. Incluso María me ofreció un plato con carne… y yo creo haber comido carne ayer, aunque no voy a insistir, porque mi memoria no está funcionando del todo bien… y Carlos vuelve a proponer la caminata, y me dicen que es sólo sugestión, que me quede tranquilo, que no tenga miedo. Y es posible que estén en lo cierto; he dormido muy poco. Somos ocho, siempre fuimos ocho. Creo que hace mucho que no comemos carne.

Entonces uno vuelve a ser parte del equipo y devora como los demás su cena, deja el plato junto al de sus compañeros y camina con ellos hacia la costa, para bordear otra vez el río y llegar hasta el pantano, cruzarlo, con las linternas encendidas y extremando precauciones, porque la noche está cada vez más oscura, la luna está menguando, hace un frío muy seco. Al fin se abre ante nosotros la bahía: nuestro lugar en el bosque. Y nos sentamos alrededor del estandarte blanco con sus manchitas rojas; la remera de un desconocido con el pacto impreso. Esa especie de aquelarre sellado con nuestra sangre; con nuestras once gotitas. Y uno lo mira flamear y de pronto siente no estar más ahí; todo gira muy revuelto, como velado, y una voz le resuena en la cabeza; una voz que no es nueva, pero que le es imposible asignar a un conocido; la voz de un alguien que intenta mostrar la incongruencia en el estandarte. Entonces la imagen, no de su cara, sino de un gesto en su cara; de un gesto como de pánico, como de no comprender por qué ninguno se da cuenta; que suplica para no volver y que insiste con que falta uno, que once gotitas, que otra vez carne, que esto ya ocurrió.

…y así regresan de contarse historias de miedo, desde lo que ellos llaman su lugar en el bosque. Historias de espectros, de monstruos, de gente que desaparece en un bosque como éste. Y luego de cruzar el pantano, con algo de dificultad, porque la noche está muy oscura, un tal Joaquín, intranquilo, les pide esperar:
-Creo que falta uno -reclama, y Carlos los cuenta en voz alta señalando a cada uno con su linterna.
-Quedate tranquilo, gordo, estamos los siete. Siempre fuimos siete.

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