Buena mano

Por Tamara Pequeño

Sus ojos biliosos y opacos causaban escalofríos, no por la expresión de bestia enloquecida que llevaban, sino porque parecían ser el portal que encerraba a la propia muerte.
Olía a hollín. Había pasado toda la madrugada arrancando la hierba mala, reuniéndola y quemándola. Su mujer vigilaba desde el umbral de la casa que terminara el mandado.
Él ya no la oía, sabía, sin embargo, qué significaban sus gestos. Tenía una manera de pedir, imponiéndose, que lo desesperaba, y esta sarta de encargos no habían cambiado mucho desde aquella primera vez que lo mandó a pintar las macetitas abandonadas en la parte trasera de la casa –labor que en ese entonces, y hasta ahora, le parecía totalmente inútil y poco práctica.
Esa mañana florearon los limoneros que habían estado esperando. Era un día tibio y la mujer de Jacinto Bonifaz, sentada en el sofá, se había dejado ganar por la modorra mientras doblaba los pañuelos, que la noche anterior le había pedido que bordara al buenote de su marido.
Ese olor de los cítricos le trajo a Jacinto, desde el galpón de su memoria, los sueños abandonados de su juventud. Él no había querido para sí esa vida. Su anomia se transformó en resentimiento, pronto en ira y podría decirse que hasta en odio, aunque no contra su mujer, realmente, sino contra la suerte que la vida le había reservado.
Empuñó con fuerza la pala con la que se encontraba cavando el pozo para construir el pequeño sótano que su mujer le había encargado hace unos días. Se dirigió hacia la casa, se acercó a ella tan sigilosamente como un gato lo habría hecho, y le propinó a la inocente un golpe seco en el cráneo, causándole una muerte sin aspavientos.
Arrastró el cadáver hacia el pozo y lo enterró. Dejó las herramientas sobre el montículo y fue a darse un baño calmado, como hace mucho que no se lo daba. Se puso la bata de dormir y las zapatillas de cama y vio la televisión hasta que el hambre le pidió que preparase un par de huevos revueltos c con salchicha y queso, salpicados con una pizca de orégano, un receta que se le había ocurrido una de esas mañanas en que hacía todo para todos, menos para él mismo, según sus propios sentimientos.
Muy temprano, a la mañana siguiente, lo despertaron los ladridos de unos perros. Su intuición y, sin duda, algo de culpa, acabaron con su adormecimiento dominical. Pudo oír también el sonido de unas sirenas. “Me buscan”, pensó.
De inmediato encendió el fuego de la parrilla y preparó el aderezo rojo a base de ají colorado y ajo.
Era común en esa región preparar asados en días festivos. Comenzó a desenterrar el cadáver de su mujer y lo trozó lo más rápido que pudo con la cortadora que usaba para las reses, luego le quitó los restos de tierra.
Sin ningún tipo de angustia, aunque con el rostro encendido y lleno de sudor por el esfuerzo físico, colocó las carnes a remojar en la tina que contenía los aderezos.
Tres horas después, las carnes reposaban en unas fuentes, habían adquirido una perfecta cocción, un maravilloso color y un delicioso aroma.
Los inspectores llegaron a casa del buen Jacinto. Él los invitó a pasar a su pequeño terruño, les alcanzó una sillas y continuó calentando las carnes mientras echaba a la brasa también algunas papas.
Jacinto estaba tranquilo y le contaba a la policía sus secretos para hacer una buena parrilla o un asado en su punto. “La selección de la carne, por ejemplo es fundamental”, decía, “así como la calidad del fuego y la paciencia”.
Los policías se miraban entre sí. Para no perder más tiempo, decidieron preguntar por aquello que los había llevado hasta ese pueblo.
“Señor Jacinto, ¿ha oído hablar de ‘lavado de dinero’ por esta zona?”. Don Jacinto, que era hombre de campo y que no tenía la menor idea de lo que la policía estaba hablando, contestó serio: “Aquí no nos preocupamos por esas cosas, señor jefe, aquí entregamos el dinero así nomás, sucio, como esté, si igual con las manos de trabajo se va a terminar ensuciando”. La policía se dio cuenta de que Jacinto no iba a poder brindar ninguna información valiosa, así que rieron un poco con éste, le aceptaron un vasito de buen vino y un plato de asado.
Los perros de los inspectores también gozaron del banquete, el fuerte aroma del ají y del ajo habían distorsionado las reales cualidades de la carne que los hombres engullían.
Los inspectores se alejaron con la panza llena y felicitaron a Jacinto por su buena mano. Era la primera vez que lo felicitaban por algo.

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