El bajo

por Juan Manuel Vila Pérez

Venía acelerando el paso nocturno por una calle que repta por el bajo de Buenos Aires. Caminaba con la humedad cuando un hombre viejo me tomó groseramente del hombro y pidió unas monedas. Yo intenté ignorarlo, o quise transmitir cierto repudio, ajustando vigorosamente mi saco en mi pecho. Lo original fue ver a un hombre idéntico a mitad de la otra cuadra, lo cual se conformó como la experiencia más extraña de mi vida. Sin embargo, a pesar de mi asombro, me incorporé a mi antiguo ritmo y seguí caminando. El hombre me pidió unas monedas, y volvió a sujetarme el brazo. Quise ver una coincidencia, o incluso un engaño de la mente, y me negaba a creer que aquel vagabundo había recorrido tan rápidamente los cien metros que creía haberme alejado.
Pero en la tercera cuadra el mismo viejo me tomó del brazo con una ensayada mimética. Aplicando puntualmente la misma fuerza en el mismo lugar de mi brazo izquierdo, insistí con más fuerza y con cierto pavor:
-¡¡¡No!!!
Aceleré el paso, pero no hubo caso: en la siguiente cuadra el hombre actuó de la misma forma pero con una rapidez justa como para alcanzarme. Y lo hizo. Y lo injurié. Sin embargo, seguía caminando. Pensé que quizás la quietud era espacial. Recordé a Zenón, pero luego recordé su refutación y procedí a mirar las señalizaciones. Las calles cambiaban su nombre con verosimilitud. ¿O era la misma calle que cambiaba su nombre? Así continué mi recorrido nocturno: la paz me invadía en las esquinas, y el terror me serenaba en la mediacuadra. Entre tanta especulación y miedo, olvidé notar mi soledad. Mientras aumentaba el nerviosismo de mi paso, que solamente yo escuchaba, me dije a regañadientes:
-¿Estoy loco?
Como cualquier hombre moderno, temía y al mismo tiempo percibía la necesidad de declararme insano, demente. No parecía tener otra alternativa. O aceptaba mi condición, u otros lo harían por mí. Pero mis sentidos se resistían a negar la realidad de mis visiones. Veía claramente a aquel viejo, que con fuerza apretujaba mi brazo, lanzándome un aliento hediondo y mirándome a los ojos como un lobo de la noche. Pensé en pedir ayuda, pero no había nadie en la calle a esa hora.
Paseo Colón, y el ineludible hombre continuaba con su mendigue. Siempre esperándome a mitad de cuadra, su intención se me hacía cada vez más y más grosera, y mi irritación crecía a medida que sus movimientos se hacían más predecibles.
Comencé a odiarlo, a odiar sus harapos y su rostro mendicante. Su voz gastada y sibilante acrecentaba la violencia de mi paso. Fue por eso que volví a mi desalentado ritmo inicial, desacelerando la caminata, evitando un choque, evitando lo peor, evitándolo, evitándome. Doblar no me servía, ni tampoco volver (ya lo había intentado), porque el hombre seguía allí, y aquella noche nadie estaba para cuidarme.
-Mierda, la puta madre, quiero un taxi.
No podría hacer más que enfrentar al eterno hombre, que repetía su odiosa frase con el mismísimo tono. El viejo perpetuaba de forma infinita su presencia, que me era temible como un día en el calendario de un moribundo.
Leandro N. Alem, y decidí enfrentarlo en cuanto pusiera el primer sucio dedo en mi ropa, que olía a él. Caminé con pausas, pero con la convicción de golpearlo. El viejo se me acercó una vez más, como el sol se pone y se vuelve a poner, y estallé en una forma enfurecida. Lo tiré al suelo y lo golpeé hasta el cansancio. ¿Será este pobre hombre el culpable? – pensé – ¿Estará muerto?
La sangre transformaba una escena que ya demasiadas veces había sido repetida, conduciéndome indefectiblemente a la desesperación, a la locura, al crimen. Pero volví a verlo cien metros mas adelante. Mi rostro se hundió en el terror y mi mano, todavía con sangre, comenzó a golpear a uno, y a otro, y a otro, y a otro, y al otro.
-¡Viejo de mierda!Comencé a gritarle a todo viejo mendigo que se me acercara, a mitad de cada cuadra, con ese tonito de actuada desesperanza y con aquel diálogo pestilente. Y les gritaba a todos, y les golpeaba. Mi saco, enrojecido, se movía con violencia mientras continuaba con mi perpetuo asesinato. Y mi mirada, odiosa, se perdía entre las gotas de locura. Pero seguía gritando. Les gritaba y los golpeaba sin cansarme ni un poco, de la misma forma y con la mismísima fuerza, dándole los mismos golpes en las mismas partes de la cara, para verlo caer de la misma forma y morir otra vez, enredado entre el asfalto y el mismo charco de sangre, en su repetida agonía y huyendo inútilmente de las garras del mismo asesino.

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