La cena soñada

por Patricia Marta Bianco

Se siente mal. Mareada, con náuseas. El nudo del delantal blanco le ajusta la cintura rolliza.
La majestuosa mesa del salón comedor está servida. Jazmines, platería europea, servilletas de lino, copas de cristal y candelabros se desdibujan en un remolino que acentúa su asco. Los invitados, estirados, brillosos, con enormes sonrisas maquilladas, no parecen notarlo.
Ni siquiera su patrona, cuando pide un aplauso para Ramona, la responsable de todas las delicias elaboradas con su mano única para esta noche tan especial.
Se acerca a la mesa, ovacionada. Cae una gota de sudor por su sien que su guante blanco atrapa, y las felicitaciones le golpean directo en el estómago, graves, en cámara lenta.
Cruza su mente una imagen de esa misma tarde, limpiando calamares.
Asquerosos, babosos calamares.
Irremediablemente vomita sobre la alfombra persa mientras los aplausos se apagan hasta el silencio total.

Se despierta ahogada, con un sabor a metal oxidado en la boca y los ojos llenos de lágrimas.
Un alivio mínimo le permite volver a respirar. De nuevo las pesadillas.
No quiere volver a dormir. Sabe que algunas noches, sus miedos emergerán en forma de horribles sueños…
Se ha despertado de madrugada, en la cocina, mientras se soñaba trozando un pollo vivo; o desnuda y a la carrera por el parque, perseguida por un monstruo parecido al señor, o al borde de la piscina viéndose a sí misma ahogarse, en la mitad de la noche.
Por fortuna su patrona, esa mujer fina y gentil, está lejos de advertirlo. Pobre señora, tantos viajes, conferencias del señor, inauguraciones de hospitales y comedores… poco le queda para su familia. Mucho menos para el personal.
Sin embargo, la señora siempre se hace un ratito para enseñarle, como dice ella, los secretos de la alta cocina. Es exigente y precisa. Se pone de mal humor cuando las cosas no salen, o cuando Ramona está lenta, dice. Es lógico, ella manda. Y lo que quiere es lucirse frente a sus invitados.
Ramona agradece en silencio la presión y los regaños, aunque le cueste lágrimas. Sabe que jamás podría encontrar un trabajo mejor. La señora la quiere bien. Siempre le dice que es mejor ser cocinera que mucama. Debe ser así.
Una mañana de invierno, mientras le enseñaba a preparar un suflé de roquefort, Ramona tuvo en la punta de la lengua el asunto de las pesadillas. Pero no quiso agobiarla, pobre señora, le dolía la cabeza por preocuparse de tantas cosas importantes…

Faltan tres días para el cumpleaños del señor. Y Ramona no puede detener su inconciente. Lucha noche tras noche con monstruos que matarán a la señora, extraterrestres que se llevan al bebé o explosiones que devastan la mansión, sin dejar sobrevivientes. Está nerviosa y agotada.
Antes de salir, la señora le deja sobre la mesada las indicaciones para preparar el cerdo nonato o cochinillo, que ya quitó del freezer el día anterior.
Ramona está preocupada porque tendrá que hacerlo sola. Decide tomar un par de tranquilizantes que sustrae del cuarto principal.
Al pasar por el cuarto del bebé, se asoma y lo ve durmiendo, rubio, hermoso.
Se le escapa un suspiro. Sus treinta y nueve años le hacen desear lo que nunca podrá tener. Se acerca a la ventana y ve a la niñera, esa mujer rubia que saluda en inglés, hablando con su teléfono móvil junto a la piscina.
Vuelve a ver al bebé rubio, hermoso, y siente algo que no quiere sentir. Así como sueña cosas que no quiere soñar.
Baja a la cocina a empezar con el cerdito, pobrecito.
La niñera tiene que irse, le dice plis, Ramona… y le regala un bombón.
Quién es Ramona para decir nada, la mujer rubia es amiga de la señora…
Vaya, milady, el niñito está en buenas manos.

La tarde se pone gris de repente y comienza a llover.
Pesadas cuchillas de hoja ancha para picar, de dientes aserrados para cortar, cuchillitos pequeños para pelar, el hacha de mano, el eficiente cuchillo eléctrico, Ramona despliega un potente arsenal. Todas las luces encendidas, Vivaldi, sonando, como le gusta a la señora, fuego en el horno y un colorido bello de verduras y frutas sobre la mesada. Condimentos, finas hierbas, adobos, acetos, óleos, pimientas verdes, rosadas, blancas, negras…
Ramona corta los trozos de carne y olvida seguir las instrucciones. Esta vez, quizás gracias a las pastillas celestes, no sentirá culpa de hacerlo a su manera. Y en esto sí le hace caso a la señora: “¡con seguridad, Ramona, con decisión, sea usted misma…!”

Ramona entra en el salón de la chimenea con su mejor uniforme y hasta un poquito de maquillaje que le ha puesto la señora. Toda esa gente maravillosa la observa y hace silencio. “La mesa está servida”, dice con una voz teatral, con soltura, naturalmente.
Y esta noche no se siente mal. Todo lo contrario. Está tan feliz como nunca antes en su pequeña vida de sirvienta.
Al finalizar la cena, los aplausos crecen y crecen hasta convertirse en una ovación cerrada que ahoga los gritos aterradores de la señora cuando descubre la cuna vacía, la asadera en el horno y a Ramona, de pie, sola en medio del salón, preguntándose porque no puede despertar de esta pesadilla.

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