Hambre

Por Elina Noemí Fernández

-¡Qué asqueroso es comer carne cruda! -musitó el Arquitecto.
En realidad estaba solo, así que nadie escuchó su comentario. Pero estaba tan cansado de no tener con quien hablar, que el día anterior había empezado a hablar consigo mismo. Lo hacía para escuchar el sonido de una voz humana, aunque fuese la propia.
A decir verdad, no tenía la certeza de que hubiese comenzado a hablar solo el día anterior. Allí donde se encontraba no era consciente de las distintas etapas del día, con su juego de luz y oscuridad: la luz persiguiendo a la oscuridad y viceversa. La guerra eterna entre Horus y Set, según la mitología egipcia, a cuyo estudio el Arquitecto era aficionado.
De manera que no estaba seguro de que el cálculo que llevaba con relación al paso del tiempo fuese correcto, pero, a juzgar por las horas que controlaba en su reloj de pulsera, había comenzado el día anterior con su soliloquio.
Trató de concentrarse en el asunto de la carne cruda. Era un inconveniente, sin duda, pero no tenía otra opción que comérsela así. Suspiró resignado y se llevó a la boca el primer trozo.
Lo masticó un rato con repulsión, pero se obligó a tragarlo. Lo peor de todo había sido la sangre que contenía esa carne entre sus tejidos. Le dio asco, pero tuvo que tragarla también.
Trató de encontrarle el lado positivo: la sangre lo ayudaría a quitarle un poco la sed que sentía.
Se puso a cortar otro trozo con la navaja que siempre llevaba incorporada a su llavero, pero no pudo terminar de hacerlo. Una arcada le sacudió el estómago y le subió por el esófago hasta llenarle la cavidad bucal con la carne a medio digerir; caliente y ácida a la vez.
Maldiciendo, vomitó en un rincón, porque sabía que ese revoltijo humeante pronto comenzaría a apestar el aire. Durante un instante lo miró con curiosidad, tratando de decidir si le convenía volver a comérselo o no.
La idea lo había seducido por una simple razón: se había visto obligado a comérsela fría, pero ahora estaba caliente y quizás le sentaría mejor.
Abandonó la idea después de pensarlo un rato y se apartó del rincón. Tomó la camisa que estaba hecha un ovillo en el piso y se secó el sudor del pecho y la frente.
-¡Qué asco que me da todo esto! -volvió a decir, en esta ocasión en un tono de voz más elevado.
Se sentó un rato y apoyó la espalda contra la pared de acero. A su izquierda estaba el espejo donde lo escudriñaba un hombre despeinado, sucio, con la barba crecida y los ojos irritados por el encierro y la falta de sueño.
-¡Estoy hecho un desastre! -le comentó el Arquitecto al hombre que era él mismo.
Deslizó la mano entre el cabello y trató de acomodarlo un poco. Se frotó los párpados y ahogó un bostezo.
-Y menos mal que todavía no tuve ganas de ir al baño -dijo, mientras volvía a observar, sin abandonar su sitio, el revoltijo de carne del rincón-. La orina no es un gran problema, pero lo otro…
Cerró los ojos y trató de dejar la mente en blanco, pero el hambre todavía estaba ahí, retorciéndole el estómago nuevamente vacío.
-¿Quién te entiende? -le dijo al estómago mientras lo palmeaba-. Cuando te doy algo para comer vos me lo devolvés…
Una risita forzada trascendió apenas la barrera de sus dientes apretados.
Distraídamente, casi sin quererlo, volvió a sacar la navaja y se puso a jugar con el botón que activaba el mecanismo a resorte que hacía aparecer y desaparecer la hoja. Incansable, ésta entraba y salía con un chasquido indiferente.
-Bueno, hagamos otro intento -resolvió el Arquitecto.
Ubicó el filo sobre la carne fresca y cortó varias lonjas. Las masticó despacio, concienzudamente, empecinado en no dejarse vencer por la repugnancia que sentía. Trató de convencerse de que lo que estaba comiendo era jamón crudo.
-¡Qué absurdo! -le espetó el hombre del espejo-. ¡Sabés muy bien que no es jamón crudo, ni siquiera se le asemeja!
El Arquitecto hizo como que no lo escuchaba. Miró en otra dirección y prosiguió con su tarea.
El calor ya se estaba tornando insoportable. Muy pronto también tendría que quitarse los pantalones y la ropa interior. Afortunadamente, pensó, llevaba puesto un cinturón de cuero el día en que había quedado atrapado a última hora, antes del inicio de la huelga, dentro del ascensor de la obra en construcción. De no haber sido así, no habría tenido con qué hacerse el torniquete alrededor del muñón del antebrazo amputado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario