Parada

Por Bárbara Duhau

Llovía copiosamente cuando Laura descendió por las escalinatas de la Facultad. Las pequeñas gotas de lluvia, que caían estrepitosamente, se adherían a su mata de pelo negro azabache como una finísima capa de cristales; como aquellas gotas que se posan en las telas de araña y permanecen suspendidas por horas. Laura, aunque furiosa porque su pelo quedaba inmanejable cada vez que un aguacero caía sobre ella, jamás llevaba un paraguas. Tal vez por incomodidad, quizá por desgano. El caso es que, pobrecita su alma, caminaba hacia la parada del 36 con las manos, los apuntes y el cuaderno sobre su cabeza para no mojarse.
Esquivó unas cuantas baldosas flojas de la vereda de Ramos Mejía; no la arreglaban nunca. Saludó a Marta, la quiosquera, saltó un charquito de agua sucia y, finalmente, avistó, entrecerrando los ojos por el viento y la lluvia, la rotosa parada del 36. Dio algunas vueltas en círculo en la esquina buscando algún alero amigable que la separara de las gotas. Ningún árbol o techo la reparaba del agua. Era una esquina desierta, apenas un cantero con algunas flores y pasto chamuscado rodeaban una construcción. En frente se veía un edificio enorme, celeste y blanco con venecitas diminutas que chorreaban litros de agua y, en el medio del asfalto, un pozo gigantesco abría sus fauces; casi una ciénaga. El lodo entremezclado con pequeños lagos de agua turbia semejaba un pequeño pantano en el medio de la ciudad. Ese pozo tampoco lo arreglaban…
-Chist, ¿estás esperando el colectivo? -Resonó una voz lejana, grave y sonora, pero ahogada por el viento y por la solapa del saco.
-Emm, sí, sí -dijo Laura entre sorprendida y aliviada. El hombre que le hablaba tenía puesto un sobretodo beigue larguísimo y portaba un paraguas azul enorme que parecía nuevo, recién estrenado por esa lluvia otoñal.
-Vení, esperá conmigo -le ofreció el hombre.
A Laura le pareció que negarse sería un comportamiento maleducado. Pocas veces había podido decir que no, de muchas de ellas continuaba lamentándose. No obstante, asintió y se resguardó debajo del plástico gigante.
Allí abajo se vivía un microclima. Lo sonidos parecían enmudecidos y las gotas que se agolpaban sobre el paraguas descendían en una enorme pendiente hasta caer rendidas en el asfalto, al borde de la ciénaga a la que iban a parar.
Así se encontraba Laura, apretujada con un extraño del que desconocía hasta el nombre. Más cerca de lo que hubiese estado con cualquier hombre que le gustase realmente. Sin embargo, allí estaba. Sosteniendo el silencio, escuchando la respiración del anónimo, sintiendo la suave tela del sobretodo con su palma, oliendo el perfume dulce y asqueroso parecido al que usaba su tío abuelo.
De repente, sintió que el hombre tocaba su mano. La deslizó suavemente por su piel, acarició su muñeca y metió lentamente la mano en uno de los bolsillos de su saco. Laura, en estado de shock, inmóvil, sentía que la mano del extraño parecía buscar algo. Pero si el hombre estaba bien vestido, un maletín tan grande, tan reluciente, unos zapatos tan nuevos, tan brillantes, tan negros; el pelo bien corto, bien peinado; los dientes parejos, blancos, alineados… ¿Qué quería este desconocido? ¿Qué buscaba en su bolsillo? ¿Dinero? ¿Una moneda? ¿Un papelito?

Laura vio el rectángulo rojo furioso que doblaba en la esquina. Los números verdes y fluorescentes del colectivo la tranquilizaron por unos instantes. El corazón le latía a mil por hora. Sentía que las rodillas se le doblaban para los costados… Pero no, quieta Laura, quieta. Para no mojarse, para no ser maleducada, desubicada, para no decir que no, quieta. El colectivo llegó a la esquina. Laura se despegó del estático hombre y subió corriendo. Los tres escalones pasaron como un tren bajo sus pies.
-De noventa -dijo Laura a un volumen audible hasta al pasajero del último asiento. Puso las monedas en la ranura y escuchó “Quiching, quiching, quiching, quiching” Sí, noventa, ahora el boleto, ahora sentarse.
La joven se sentó en el asiento más próximo y miró por la ventanilla al hombre de sobretodo beige, a la estatua en persona, al amable que le había prestado el paraguas para resguardarse de la lluvia, para esperar juntos el único colectivo que paraba allí. Sin embargo, el hombre no había subido, ni sacado el boleto, ni estaba sentado en un asiento.
El colectivo arrancó. Laura giró la cabeza hacia atrás para observar por la ventanilla trasera si el hombre seguía parado en la esquina, tal vez esperando un colectivo menos concurrido. Pero aquel desconocido había desaparecido. Ningún rastro se percibía del amable señor de sobretodo beige. Ni sus zapatos brillantes, ni su sonrisa blanca, ni su apestoso perfume.
Laura suspiró aliviada y se acomodó en el asiento de cuero. Puso sus libros en el asiento de al lado y luego quiso guardarse el boleto en el bolsillo del saco. Lo intentó una, otra, y otra vez. Sin embargo, al cuarto intento, observó su saco gris, el que traía puesto desde la mañana, el que le había regalado su madre en su cumpleaños, el que usaba casi todos los días, y se percató de que no tenía bolsillos.

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