Hombre de palabra

por Gustavo Fernando Reyes

El gato Giménez se hallaba cumpliendo condena perpetua en Coronda por un triple homicidio cuando, resuelto a escapar de aquel infierno, sobornó a su guardia cárcel. El carcelero en cuestión se llamaba Benítez, el gordo Benítez; además de hacerle honor a su apodo, Benítez era un pedante y un tipo asqueroso, odiado hasta por sus propios pares de la penitenciaría. Cuando Giménez le propuso un trato, el gordo ni se inmutó, como dando muestras de que ya estaba acostumbrado a esas cosas. Lo escuchó impávido, escrutándolo de arriba a abajo a través de los barrotes de la celda y una vez concluida la disertación del reo, se limitó a hablar del pago respectivo. Como el gato Giménez no poseía familiares afuera ni ninguna otra solvencia económica, el gordo debió conformarse con un paquete de cigarrillos y otros servicios personales que no vienen al caso aquí. El hecho es que por la noche, cuando el resto de los internos dormían y sus compañeros se entretenían moliendo a golpes a un presidiario de mala conducta, el gordo se coló en la celda de Giménez y le explicó el plan detalladamente:
—Te digo lo que vamos a hacer. En la Enfermería está el Rulo, más en el otro mundo que en este. Yo calculo que para mañana a la mañana ya tiene que ser fiambre. Al Rulo lo descosieron a puñaladas sus compañeros de celda. No puede aguantar mucho más. Aparte hace falta lugar en ese pabellón. Una vez que retiren el cuerpo de la Enfermería y lo trasladen a la morgue, yo vengo y te busco. Escondemos el cuerpo del Rulo en otro lado y vos te metés en el cajón. Como el Rulo no tiene parientes, nadie va a reclamar el cuerpo, o sea, lo van a llevar derecho al cementerio. Yo voy a estar todo el tiempo presenciando los hechos. Cuando todos se hayan retirado del cementerio, yo corro la losa del nicho y te libero. Vos te las tomás y nunca más asomás la nariz. Yo después me encargo de colocar el cuerpo del Rulo en su lugar. ¿Entendiste?
El plan le sonó demasiado macabro al gato Giménez, pero como no estaba en condiciones de exigir nada, asintió con la cabeza mientras tragaba saliva.
—¿Pero cómo sé yo que vos no me vas a traicionar? —inquirió no obstante el gato Giménez.
El gordo lo miró a los ojos con odio. Cerró la enorme garra sobre su cuello.
—Yo seré un gordo asqueroso y pestilente, pero tengo principios. Ni muerto falto a mi palabra —masculló y soltó al interno, que se revolvió dolorido.

A la mañana siguiente, el Rulo debía morir entre las cinco y las seis; sin embargo, no murió. Más aún, experimentaba una leve mejoría. De modo que el gordo se llegó hasta la Enfermería, entretuvo al médico de guardia con chanzas sobre sexo y mujeres, y filtró en el suero del paciente un silencioso brebaje letal. Media hora más tarde el médico, ayudado por dos guardias cárceles, trasladaba el cuerpo del Rulo a la morgue y labraba el certificado de defunción correspondiente. El plan parecía tener éxito. Ahora sólo restaba lo más difícil: que Giménez se animara a meterse en el ataúd. No tuvo muchas opciones, a decir verdad; el gordo lo forzó a meterse y selló el cajón como si nunca más fuera a abrirse. En un extremo del ataúd le practicó una pequeña ranura para que el reo pudiera respirar hasta que él lo liberase. Luego escondió el cadáver descocido del Rulo en un armario y abandonó de prisa la Enfermería.
En ese instante por la cabeza de Giménez pasaron una infinidad de imágenes. Escenas mezcladas de su vida con las de los sueños, los rostros de sus víctimas implorando misericordia, su propio rostro esbozando una sonrisa sin dientes…
Cerca del mediodía, y como ya era habitual, extrajeron el ataúd de la morgue y lo cargaron en un móvil fuertemente custodiado. Fue entonces cuando corrió la noticia por toda la penitenciaría de que el gordo Benítez había caído descompensado a Enfermería, aparentemente víctima de un súbito paro cardíaco. Cuando el móvil cargado del féretro arrancó, el gordo expiraba en la misma camilla en la que el Rulo yaciera aquella mañana. Con este panorama desalentador, el plan estaba condenado al fracaso.
El cementerio no quedaba muy lejos de la penitenciaría; un sacerdote joven recitó una plegaria aprendida y luego se dispusieron a inhumar los restos. No hubo flores ni llantos ni despedidas. Sólo apuro por terminar cuanto antes con un trámite engorroso y burocrático. Giménez, encerrado en su nueva prisión (ahora de madera) no podía saber lo que el destino le había deparado.

Tres días después un enfermero, alertado por un olor hediondo, descubrió el cuerpo del interno en uno de los armarios. Cuando constataron que se trataba del Rulo, rápidamente lo relacionaron con la desaparición inexplicable del condenado a perpetua. Tras obtener una orden judicial, se dispusieron a extraer de su nicho el ataúd que descendieran allí días atrás. Cinco nichos hacia el norte descansaba el guardia cárcel Ángel Benítez. Cuando apoyaron el féretro sobre el pavimento del camposanto, ya todos sabían con lo que se iban a encontrar. Un plan perfecto que no prosperó, se rió entre dientes el director de la penitenciaría. La tapa de roble crujió lastimosamente y dejó ver detrás de sí, un ataúd vacío, totalmente vacío, increíblemente vacío. Ni el director ni los guardias entendían nada.
Después de todo el gordo, pese a su pestilencia natural, había resultado ser un hombre de palabra…

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