Irredentus

por Ernesto Fernando Iancilevich

“Y bajarás para conocer la oscuridad de la luz”
Evangelio de Satán, Abominación, f.1, v.1-2.

Sé de la existencia de un libro escrito por un hereje cuyo nombre no ha podido eclipsar la hoguera. Ese libro no es una quimera, como piensan muchos bibliófilos; el terror que guardan sus páginas es real, y nada fantástico hay en él. No importan los siglos, las intrigas y las persecuciones, Atanor de Bárcena reposa en un lugar secreto de la Biblioteca Áurea de la Sagrada Congregación para la Defensa de la Fe, en Roma. Cerrado y en silencio, el Irredentus narra la caída de los ángeles. Si alguien lo abriera y descifrara los símbolos ocultos en cada una de sus palabras, escucharía el sonido mismo de todas las desolaciones. Algunos creen que es una voz agria, y yo aseguro que es tan terrible como el llanto de un niño pequeño alejado de su madre. La orfandad de su dolor resume todo el sufrimiento del mundo. Su abominación callada e inaudita sólo espera una voz humana que la pronuncie.
Llegué a las 3 de una madrugada lluviosa y fría de enero, y en menos de treinta minutos estaba en una austera aunque confortable habitación del hotel Della Carcova. La emoción le imprimió fuerzas a mi voluntad, y, a pesar del cansancio del viaje, me puse a trabajar de inmediato: no había tiempo que perder si quería llegar a la audiencia con mis notas completas. Aquella noche tuvo algo de atemporal, como si el misterio hubiera aplazado secretamente toda instancia racional. De un modo inexplicable, todas las invisibles noches cabían en la bruma templada de ese cuarto.
Monseñor Arcángeles me recibió en el amplio salón de lectura. No pude menos que reparar en el exquisito mobiliario inglés que contrastaba con la fisonomía latina del obispo. Apenas escuché sus palabras breves y estudiadamente amables, supe que era de Castilla. Nos sentamos frente al hogar encendido, y el rojo de las llamas creaba, por momentos, la rara sensación de un baile desenfrenado. Sin perder de vista el respeto que le debía, me atreví a comentar que, de no saber que estaba en la casa de un hombre de Dios, hubiera sospechado que esas figuras desatadas por la brillantez del fuego no eran sino demonios en el frenesí de una orgía. El prelado me miró fijamente y sonrió sin decir palabra. Alguien hubiera imaginado un gesto de curioso asentimiento.
Después de una reunión que duró cerca de dos horas, y en la que expuse mis puntos de vista sobre el contenido de la última de las revelaciones de Fátima, me dirigí a una taberna que distaba unos doscientos metros de aquel palacio romano. Ubicado en el rincón más alejado, me dediqué a estudiar el singular ambiente: parroquianos de rostros amplios y ademanes ampulosos parecían estar sumidos en conversaciones pletóricas, festivas, húmedas de vino generoso y anécdotas veniales. Del conjunto homogéneo y macizo destacaba la presencia etérea de una mujer que no sobrepasaría los treinta años, y cuyos delicados rasgos le daban una apariencia casi mística, que contrastaba con el estilo rústico de sus acompañantes. Supe que volvería a verla.
De regreso al hotel, me dispuse a leer el manuscrito que monseñor Arcángeles me había encomendado fervorosamente. Al abrir la carpeta que lo contenía, percibí que el texto estaba escrito en latín no eclesiástico, sino imperial. El título, llamativo y provocador, era muy diferente al que pudiera esperarse de la pluma de un obispo: El éxtasis de los ángeles caídos.
Por la mañana, estaba en la biblioteca leyendo aquel extraño manuscrito sin poder descifrar unos versos, al parecer, en algún dialecto que me era desconocido. Fue entonces que decidí consultar al Jefe de Bibliotecarios de la Biblioteca Teológica, mi amigo Ítalo Musso.
-Vea usted, ese dialecto fue usado por una secta del siglo I, que se apartó del cristianismo -comenzó a explicarme cuando ingresó imprevistamente el secretario del Prefecto Cardenalicio, el presbítero Oswald Harcliff, con una importante noticia.
-Monseñor Arcángeles está gravemente enfermo, delira e invoca su nombre por algún motivo que ignoramos. Debe usted venir conmigo de inmediato, licenciado –dijo con voz visiblemente preocupada.
En veinte minutos, estábamos en la mansión del obispo el Dr. Musso, el secretario Harcliff y yo. El médico se retiraba en esos precisos momentos, y el ayudante de cámara nos condujo al oratorio. Ante nuestra presencia, el corpulento prelado se alzó de su banqueta y se aproximó a nosotros con paso decidido y, hasta diría, violento.
-Anoche, le vi a usted en peligro de muerte –sentenció, mirándome a los ojos con un brillo en su semblante que delataba una severa perturbación nerviosa. Acto seguido, me tomó con fuerza la mano izquierda y me arrastró a la capillita contigua, donde pude ver la más espantosa escena de depravado sacrilegio. Sobre la mesa del altar, un cerdo degollado tenía un crucifijo clavado en su cabeza. Sobre el frontispicio, por encima de la imagen del Altísimo, alguien había escrito con sangre (acaso del mismo animal) unas palabras sucias y atroces que no me animo a repetir. Traté de calmar al obispo, que no cesaba de imprecar frenéticamente, como si hubiera caído en un trance histérico, pero él aferraba mi mano con una fuerza descomunal. Por un momento, no supe si el miedo que me inspiraba ese hombre enloquecido podía superar al que me despertaba aquella profanación vil y canallesca. Monseñor Arcángeles sujetaba con tal ímpetu mi mano que temí que fuera capaz de arrancármela. Presa de un dolor inaguantable y viendo que mi temor no era del todo infundado, atiné, en mi desesperación, a darle una patada en la ingle. Entonces, ya libre de su yugo, corrí hacia la salida. Antes de dar la espalda al obispo y sus dos acompañantes, creí ver algo parecido a una luz púrpura desdoblada en tres gigantescas figuras de una belleza tan atractiva como aterradora. Esa luz los envolvía como si fuera su proyección astral. Corrí lo más rápido que pude, atravesé el espeso jardín orlado por gárgolas y ángeles, y, antes de franquear la pesada puerta de bronce macizo, no pude evitar ver la silueta de aquella mujer de la taberna. No sé si porque la luz de la luna iluminaba su cara o porque mi aguzada intuición me hacía ver más realidad, lo cierto es que ella sonreía, con una expresión de siniestro deleite. Por un segundo, pude ver sus ojos de un azul ultramarino, sobrecogedoramente no humanos.
De regreso en el hotel, volví insensatamente una y otra vez sobre el manuscrito. Leí en voz alta (como todo el mundo antiguo y medieval lo había hecho) con la pretensión de comprender el espíritu de la letra, el sentido oculto en esos signos visibles. Entonces, supe. Como si la luz de un rayo hubiera perforado mi entrecejo, supe. Inmediatamente, la imagen de la profanación se cruzó por mi mente.
Lo que sigue es historia conocida porque ha salido publicada en todos los periódicos: el nuevo Papa ha designado a Monseñor Salvador Arcángeles como el nuevo Prefecto de la Sagrada Congregación para la Defensa de la Fe, al Dr. Ítalo Musso como Bibliotecario Regente de la Biblioteca Áurea y al R.P. Oswald Harcliff al frente de la Secretaría de Estado en Información y Comunicación. Nada tengo que hacer en esta ciudad, que es Roma y, a su vez, el mundo. He cumplido mi ominosa e involuntaria tarea: he dado mi voz a lo inaudito. Sé, en mi pavor, que el manuscrito y el libro secreto son una solo cosa. Hacía falta una voz para que la abominación despertara. Como un nuevo Judas, he entregado la humanidad a su indeclinable Adversidad. Ahora, la muerte no es un peligro para mí, sino una inminente decisión Tomo el arma, miro el indescriptible vuelo de los pájaros (en el cielo, hay ángeles) y, sin esperanza, me encomiendo a la piedad del olvido.

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