El pasillo

por Myriam Claudia Pedarotto

En el pasillo, ocho puertas. Detrás, ocho familias. Universos diferentes se conjugaban día a día… Era un simple puente a sus pequeños mundos.

Una mañana se oyeron gritos cuando Catalina, la chica del sexto, arribó al pasillo. Los habitantes del lugar comenzaron a aparecer, en pijama, camisón o a medio duchar. Nadie quería perderse lo que acontecía en aquel metro y medio. Lo visto fue aterrador: un hombre tendido de bruces. Los más corajudos se acercaron para comprobar si estaba muerto. Parecía que sí, pero no había nada que delatase una herida. Era de mediana edad y aspecto común.
La primera en hablar, entre sollozos, fue Clotilde:
- Hay que llamar a la policía.
María, la del primero, estaba por utilizar el teléfono cuando su esposo le recriminó:
-¿Por qué tenés que ser vos la que llame? Harán preguntas, habrá un interrogatorio. No, señores, este hombre apareció muerto en el pasillo que nos pertenece a todos, así que la denuncia habrá que hacerla en conjunto.
Catalina explicó que no podía quedarse, debía ir a trabajar; Arturo, el del segundo, alegó idéntica excusa; y así, uno tras otro, fueron exponiendo sus pretextos. Nadie se hizo cargo, y el muerto quedó tirado en el pasillo.
A la media hora, el día comenzó para todos. Al pasar junto al cadáver, algunos se persignaban; otros miraban el cuerpo, que ya iba tomando distinto color.

Al poco tiempo del tenebroso hallazgo, el olor se fue volviendo intolerable. En sus departamentos, cada habitante encendía sahumerios, hornitos con aceite o gastaban frascos de desodorante. Pero eso no alcanzaba a cubrir el tufo que, desde el pasillo, iba penetrando en cada hogar.
Al tercer día, Alfredo, el del quinto, reunió a todos en su casa. El tema a tratar sería el olor, como si éste fuese “el problema”; ninguno mencionó al muerto, que era la verdadera causa del hedor. En la reunión se aportaron ideas: rociar cada media hora el patio con acaroína; llenar el pasillo de sahumerios; y, la más descabellada, bañar y perfumar diariamente al cadáver. Esta proposición fue descartada rápidamente, ya que ninguno estaba dispuesto a hacerlo.
Cuando la asamblea parecía terminar sin una solución, tomó la palabra Jorge, el del octavo, diciendo que sabía qué hacer. Acariciándose socarronamente la calvicie, demoró el relató de su propuesta, creando ansiedad en sus vecinos. Su actuación histriónica duró interminables minutos, hasta que María le exigió que hablase. Jorge se acomodó en su silla y dijo:
-Lo que tenemos que hacer es simple. Cada uno de nosotros, durante varios días, tirará un balde de cemento sobre el cadáver. Con eso terminaremos definitivamente con el mal olor.
Entusiasmadísimos, aprobaron la propuesta y no faltaron los aplausos. Al día siguiente comenzaron la tarea. Al mes, una montaña de concreto sobre un costado del pasillo era lo único que testimoniaba lo ocurrido. En los departamentos ya no había mal olor y la imagen tétrica había pasado a ser historia.

Al tercer mes, tuvieron la ingeniosa idea de refaccionar el pasillo. Hacía falta mejorarlo. La montaña de cemento en mitad del pasaje era inelegante. Con rapidez hallaron la solución. Sobre la loma de hormigón construyeron un cantero, en el que colocaron bellísimos lazos de amor que caían hasta el piso. Terminada la decoración, quedaron conformes y convencidos de que aquello que en su momento fue problema lo supieron revertir a su favor. Su rápido y discreto actuar, evitó sobresaltos.
Aquel hecho sólo había modificado un pequeño aspecto de sus vidas. El pasillo era ahora más angosto en su parte media. Pero nadie podía negar que se veía más hermoso.
El único problema ocurría al salir con bicicletas o changuitos para las compras. Se hacía incómodo el trayecto.
Pero, en fin, “¡nada es perfecto!”, aseguraron. Excepto sus propias vidas, que no estaban dispuestos a alterar por nada ni por nadie…

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