Bruxismo

Por Ernesto Bollini


El cazador sintió, o le pareció sentir, que un dolor agudo le había atravesado el cuerpo como una explosión. Con los ojos nublados de ira, se agachó un poco para bajarse la media. Nada advirtió, pero sí se fijó en el cuerpo ondulante y artero que se escurría ya entre las rocas. De pronto, lo único importante para el hombre fue vengar el dolor, la afrenta. Como estaba nervioso, apretó las dos hileras de dientes entre sí, produciendo un desagradable chirrido. Los carrillos se le hincharon, sus mejillas se colorearon de rojo.
Extrajo el rifle del morral, colocándolo a su lado, y luego se despojó del pantalón, que ya comenzaba a ajustarle sobre la pierna, el zapato derecho y la media, de la cual colgaba ahora, como un delicado rubí, una pequeña gota de sangre. El terreno era bajo, desértico. El hombre confió en que su destreza de avezado perseguidor le permitiría consumar la revancha.
Se inclinó de nuevo hasta tocar el suelo con la nariz. Podía percibir el olor acre de la alimaña; la posibilidad de hallarla escondida vilmente bajo un cúmulo de pedruscos grisáceos que se amontonaban a pocos pasos del lugar le provocó un ligero estremecimiento, si bien obedecía a las reglas de la lógica más pura. Sudaba bastante, a pesar del viento frío que, en rachas irregulares, barría la superficie del páramo. Cuando se incorporó, un vahído lo obligó a sentarse en el suelo. Estuvo en esa posición varios minutos, acaso media hora, apretando involuntariamente los dientes. Por un momento le pareció que sus labios se disolvían bajo la tensión agarrotada de las mandíbulas, como si hubiera comenzado a devorarse a sí mismo.
Enseguida tuvo la urgente necesidad de rascarse el pie desnudo. No lograba divisarlo con claridad, pero atinó a masajear la zona con rabia, molesto por la comezón. Luego de dos o tres movimientos circulares de la mano se vio obligado a retirarla, maldiciendo: algo le había mordido una falange, arrancándola de cuajo. No sangró, sin embargo, ni sintió demasiado dolor esta vez. El dedo, separado de la mano, cayó entre las rocas, ocultándose para atacar más tarde. Con la palma examinó el sitio, advirtiendo que todos los dedos del pie presentaban una grieta en el borde, como si les hubiera nacido una boca menuda a cada uno. El cazador cayó en la cuenta de la situación: se habían transformado en diminutos reptiles que lo acosaban ahora, arrojándole tarascones de piraña a su mano herida. Había que hacer algo, y pronto. En poco tiempo más caería el sol, y la alimaña estaría a salvo para entonces. Llenándose los dientes y las muelas de saliva, mordiéndose las paredes internas de la boca, se arrastró hacia el morral y buscó el hacha. A duras penas la levantó, enderezándola hacia el pie que había adquirido tan súbita autonomía. De un tajo limpio amputó el nido de perversas fieras recién nacidas y lo arrojó lejos. El pie seccionado, resbalando blandamente en un charco de tintura negra, cayó junto al zapato, que pareció estremecerse extrañamente al contacto del desperdicio. Temiendo que el corte no fuera suficiente para aventar el peligro, el hombre seccionó también la pierna hasta el límite de la rodilla. Mientras la arrojaba pudo comprobar que se erguía en el aire, amenazante, y le mostraba sin pudor sus fauces negras en un frenesí de furia destructora. No la dejó caer. A pesar del mareo, con una certera pedrada la incrustó dentro del charco, junto al pie asesinado. Todas las bocas estaban por fin cerradas.
Libre ya del deformado enemigo, contempló con alivio el muñón de su pierna derecha, satisfecho por la osadía de su decisión. El manojo de arterias recién cortadas se movía ahora con vida propia, bailoteando burlonamente, estirándose hasta el muslo y volviendo a contraerse luego, en un minué ágil, serpenteante, atrevido. Presa de una incontenible ofuscación, quiso estrangular el haz con su mano, pero el hueco que dejaba el dedo inexistente permitió que las arterias resbalaran de su puño y regresaran, indemnes, al muñón.
Se dijo que debía mantener la calma si pretendía consumar su desquite contra la alimaña, pero sintió que los labios y las mejillas habían sucumbido ya, tragados por sus propios dientes. A pesar de todo, estaba convencido de que nada de lo ocurrido carecía de sentido; ya su médico le había hablado del bruxismo y no le extrañaba que, en su cuerpo de cazador aguerrido y potente, se manifestase con tanta violencia. Únicamente la ausencia de hemorragias visibles lo desconcertaba un poco. Cerca, la pierna y el pie amputados nadaban en la tintura negra. Por fuerza debía tratarse de sangre, cuyo color iba oscureciéndose por efecto del crepúsculo. Satisfecho con la explicación, pensó sin embargo luego en la pomada negra de los zapatos, y en una tarde en la que su madre lo había castigado por no embetunar su calzado escolar. Con un pisotón, como ella solía hacer, un cruel pisotón en el pie que yacía ahora, yerto, en medio del charco de tintura negra.
Las cosas comenzaron a latir y a palpitar en derredor. Las rocas, el cielo, las nubes grises y abigarradas, llenas de frío, y también la monstruosa alimaña, que volvía a acercarse ahora, viscosa, sucia, traicionera. Resbalando en el polvo gris, sacando la lengua obscena, intentó montarse a su pie derecho, pero el pie derecho faltaba, y luego se introdujo por el muñón, atravesando el camino seguro que marcaba el paquete arterial, enredándose, copulando infernalmente con los vasos sanguíneos que también eran reptiles ahora, que se alejaban de a poco, cayendo al polvo, empujados y atraídos hacia sí por el monstruo que luego los desechaba, haciéndolos sonar a hueco al desplomarse contra el suelo duro y rocoso. En poco tiempo más se haría de noche y ya no tendría arterias que transportasen su sangre, acaso tampoco pies para huir. Sudaba a mares.
De pronto, una sombra nubló un poco más aún su mirada perdida. Levantó la cabeza justo a tiempo para advertir el vuelo rasante de su dedo arrancado, que le rozaba ya el cabello con su uña dura y blanca como una muela, desconociendo a su dueño, ostentando la violencia de un revólver o de una madre castigadora. Era el momento de actuar. Se miró la mano inutilizada y pensó que tendría que recurrir a su único compañero fiel. Se arrastró a duras penas hasta el morral, rechinando los molares, empapando de saliva las encías, lanzando dentelladas a diestra y siniestra. A su lado había quedado el rifle, como otro reptil seco y abandonado y tieso. Lo asió con dificultad, utilizando su única mano hábil. De un disparo certero, disparo de cazador, se arrancó de golpe el enjambre de arterias que ya le subían por el cuello, la pierna traicionera, que se había levantado de su charca y comenzaba ahora a estrangularlo, doblándose y estirándose con maestría de mercenario, el pie amputado, que procuraba sofocarlo introduciendo sus dedos en las narinas, clavándole las uñas, carcomiéndolo salvajemente con las cinco bocas que le habían nacido. Enseguida oyó el estrépito con el que acababa de caer al suelo el dedo amenazador, y luego percibió un ligero estertor a su derecha. Con mirada legañosa y húmeda vio a la alimaña, que se retorció por un instante y quedó paralizada en medio de una ciénaga transparente y viscosa. Supo entonces que su tarea de cazador había concluido, y que ya podría descansar.
Cerró los ojos.

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