El niño en la noche

Por Ernesto Antonio Parrilla


La imagen acuciante del niño acercándose, envuelto tan solo en una sábana blanca motivó los primeros gritos de pánico entre la gente que aquella noche estaba apostada en las mesas exteriores del bar ubicado sobre la avenida.

Pero no era solo la estampa solitaria del pequeño de ocho o nueve años avanzando por el medio de la calle apenas iluminada por las luces del alumbrado público. Difícil sería explicar con palabras lo que aquellas decenas de personas vieron con las miradas algo turbias por la cerveza y el cansancio de un largo día.

Había algo más que la escuálida y frágil figura caminando con paso lento y vista perdida. Era la sábana blanca que por momentos perdía su virginidad inmaculada en enormes manchas de tinte rojo, que no podía ser otra cosa que sangre. Eran los pies descalzos, sucios de barro al igual que las rodillas.

Pero sobre todo era aquello que traía sosteniendo en su pequeña mano derecha, como si fuese un bolso. Aquella cabeza humana, chorreando sangre de donde uno se imaginaba daría continuidad al cuello, mostrando los ojos abiertos y desorbitados, la boca en un rictus de horror y el cabello revuelto y bañado también en sangre.

Fue entonces que los gritos dieron lugar a la estampida, a las sillas cayendo contra el suelo y más de una mesa dándose vuelta y derrumbándose sobre la vereda, golpeando piernas que querían escapar a toda velocidad.

Y allí impávido, sin posibilidad alguna de mover un solo músculo, quedé yo.

Las dos chicas que había conocido en un pub cercano y que me acompañaban a la mesa, desaparecieron en un cerrar y abrir de ojos. En la huida dejaron caer sus vasos por lo que la cerveza recorrió la superficie de plástico en dirección a mis piernas, sobre las cuales, como un minúsculo salto, terminó derramándose.

Ni siquiera el frío líquido empapando mis pantalones logró sacarme el embrujo que la imagen de ese niño viniendo hacia donde estaba, obraba sobre mi. A medida que sus pasos lo acercaban, los detalles eran más nítidos y el horror más latente.

Sus infantiles dedos aferraban el cabello de esa cabeza decapitada con fuerza y la escena se me hacía de pesadilla. Deseaba desviar la mirada, pero entonces mis ojos se posaban sobre las manchas de sangre y de allí saltaban a ese rostro inocente aún cubierto por la penumbra de la noche, haciendo imposible ver sus rasgos, arriesgar un indicio de locura o miedo en su semblante.

Me di cuenta sin observar alrededor que estaba solo. Que la macabra compañía de ese niño era toda para mi. Ahora más cerca, podía incluso oír el ruido de sus pies al rozar el pavimento. El sonido de las gotas de sangre al estrellarse pausadamente sobre el suelo. Pero más nítido que otros sonidos, el jadeo del niño. Por Dios, ese sonido...

Y de pronto sus ojos de posaron en los míos y me di cuenta que no avanzaba más por el medio de la calle, sino que se había desviado en mi dirección. Subió la vereda y llegó a altura de las primeras mesas, a unos diez metros de donde estaba. Una de las sillas caídas enganchó sus sábanas y donde debía estar su cuerpo desnudo y frágil, solo había cicatrices y gusanos y la cabeza, aquella que sostenía su pequeña mano derecha no era otra que mi rostro, tan solo el rostro, porque había sido decapitado...

Desperté temblando y sintiéndome enfermo.

Agitado. Casi sin poder respirar. Mi cuerpo estaba mojado de pies a cabeza. Instintivamente me llevé la mano al cuello. Lo palpé y más allá de la humedad, no encontré nada fuera de lo normal. Miré a mi lado y mi esposa dormía bajo las sábanas. Tragué saliva. Hubiese dado todo por un vaso de agua, pero no acostumbraba a llevar uno a la mesa de luz al acostarme. Y en ese momento, aunque sonara infantil, no me sentía seguro como para ir en la oscuridad hasta la cocina. Estaba aún aterrado por esa pesadilla. De solo pensar en ella se me erizaba la piel.

Estaba seguro que tardaría días en olvidar esos detalles tan macabros. Me pasé la mano por la cara. Lo único que deseaba era acurrucarme en la cama, con las sábanas hasta la cabeza y dormirme de inmediato.

Entonces escuché los golpes. Eran más bien golpecitos. Venían del ventanal del lado de mi mujer. Llevé mi vista hasta allí, temeroso. Ahogué un grito pero por instinto, porque luego comencé a gritar sin reparo. La fina cortina impedía la vista, pero el contorno que me dejaba entrever era claro, determinante, agobiante: la imagen de un niño, de ocho u nueve años, parado del lado de afuera sosteniendo una cabeza decapitada y envuelto en lo que parecía ser, una sábana blanca.

Y no cesaba de golpear la ventana, porque quería entrar.

Hice un esfuerzo por controlarme y zamarree a mi mujer por la espalda, para que se despertara. Pero fue para peor. La sábana que la tapaba se descorrió y una mancha de sangre ocupaba el lugar de su cabeza. Salté hacia atrás y caí de la cama. Aún escuchaba los golpes cuando el mundo comenzó a ponerse oscuro, muy oscuro...

Mañana es la sentencia. Nadie cree mi historia. Me he resignado a que sea así.

El niño vuelve de vez en cuando en pesadillas, pero aún no he podido descubrir quién es.

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