Seis puertas antes de Adela

Por María Noelia Antonietta


Había un improvisado altar en cuya tarima un Dios sincrético, entre hindú y cristiano, soportaba sobre los hombros varios rosarios. No me asustó, ni siquiera me sorprendió, ella me había hablado de su presencia. Haciendo caso omiso de sus instrucciones, las cuales consistían en ingresar hasta el fondo sin llamar, golpeé la segunda puerta con los nudillos. Me había descrito seis puertas, las cuales yo debía trasponer sin vacilación hasta dar con una sala pintada de azul en la que me esperaría, sentada ante la misma computadora mediante la cual me había conocido.

—Adela…—llamé, inútilmente, todavía con cinco puertas por delante.

Abrí y crucé la segunda. Ante mis ojos se reveló una sala pulcra de grandes ventanas, completamente vacía. Mis pasos arrancaban ecos abovedados del suelo de cerámicos. Llegué hasta la otra puerta, la tercera. Mi ansiedad establecía una dependencia absoluta con el miedo, como rémora en boca de tiburón. Las sensaciones encontradas, una que pujaba por avanzar y otra que me infundía cobardía, se mezclaban y formaban un amasijo confuso que pugnaba por constreñirme la garganta.

Me había hablado minuciosamente sobre sus exóticas devociones, por tanto tampoco me extrañó, tras la tercera puerta, divisar un enorme pentagrama de azul eléctrico trazado sobre el techo de la habitación. Quería tanto tenerla entre mis brazos. Estaba seguro de que nuestra relación había logrado burlar los límites virtuales. Sentía que la conocía desde siempre, que a pesar de que iba a su primer encuentro la tenía diluida en mi propia sangre, parte de mí mismo a la que retornaba para completarme.

Atravesé la cuarta puerta, anhelante. Descubrí música oriental, aroma de sándalo y un papel, el bosquejo impreciso de un área que semejaba al mapa de un tesoro. Era un plano de la propiedad y, con una cruz roja, estaba señalado el sitio preciso donde me hallaba parado. En letras pequeñas se leía mi nombre. Adela tenía esas costumbres, ese comportamiento lúdico y, por momentos, extravagante.

Decidido a llegar hasta el final, me detuve en seco frente a la advertencia de la quinta puerta. En descuidada letra masculina decía: Toque. Toqué. El papelito adherido, quien sabe mediante qué tipo de pegatina, se desprendió y dejó ver un segundo y final aviso: Ahora sí, pase.

Deduje entonces que, desde allí, desde la quinta y penúltima puerta, ella podía escucharme. Los golpes le acusarían mi llegada, mi cercanía; le darían el tiempo necesario para echarse un sobretodo rojo sobre la piel desnuda, de aplicarse labial carmín, de calzarse tacones tipo stiletto o de esparcirse alguna fragancia. Me aguardaría ataviada de elegante pero simple pieza de noche, propicia tanto para cena como para baile.

Tardé un momento en decidirme, pues, a pesar de haberme tomado un taxi hasta allí y de haberme calado hondo el amor por nueve platónicos meses, una suerte de incertidumbre me cosquilleaba en el vientre, una clase de profético temor. Para evitarla sólo tenía que retirarme a tiempo. Pero eso es lo que venía yo haciendo desde hacía años: retirarme a tiempo; lo cual sólo me había deparado una soledad perversa que me condenaba a los soliloquios.

En la última entrada pendía una nota con idéntica caligrafía que la anterior: Pase. Reparé en lo mucho que me inquietaba que Adela no me tuteara. Todos estos meses tuteándome y ahora ese retraimiento… Lo adjudiqué al nerviosismo. Quizás, al igual que yo, estuviera ella preguntándose si yo correspondería con exactitud a la imagen que se había formado de mí durante todo este tiempo; la decepción es un bicho taimado al que muchos tememos. Decía Pase y junté valor. Hice acopio de todas mis fuerzas y empuñé el pomo de la puerta. Nada. Paradójicamente, estaba cerrada y, agachándome para espiar por entre la cerradura, pude verificar que del otro lado la llave estaba puesta. Toqué y llamé, también me acomodé el cabello.

En ese momento un alarido desgarrador retumbó en la sala contigua y me estremeció profundamente. Grité su nombre muchas veces y agarré la puerta a empellones. Alguien deslizó una hoja por debajo, que decía: Deje de empujar, gracias.

Con los nervios alterados y tiritando, hice caso. El miedo surte un insólito efecto de obediencia. Alguien del otro lado tenía el timón, y no era Adela. Me quedé estático, como esperando instrucciones. Pero no tuve más directivas. Un disparo y un perro que comenzaba a aullar fueron las únicas espeluznantes señales.

—¿Adela? ¿Adela?—tartamudeé, pero no respondieron. Las garras del animal, ansioso por salir, rascaban la puerta insistentemente—. ¿Estás ahí, Adela? ¿Esto es un juego?

El perro, al oír mi voz, puso énfasis en su lastimero aullido y en el rascado de la madera. ¿Sería Toby, su carismático caniche, aquel que tantas veces había visto mediante la webcam? Una voz masculina entablaba un diálogo. Estaría comunicándose con alguien por teléfono. No llegaba a descifrar lo que decía, pero oí muy claro cuando colgó el auricular y destrabó la cerradura.

Vacilé ante la puerta sin llave, franqueable ahora. Conté hasta tres conteniendo las ganas de sucumbir al miedo y darme a la fuga, y empujé la puerta. Era una amplia habitación cuya única ventana estaba provista de gruesas e inaccesibles rejas. El perrito me vino al encuentro, saltándome. En efecto, era Toby. En contra de una de las paredes había una mesa rectangular de escritorio con una notebook sobre la cual reposaba la cabeza enrulada de Adela. Su cuerpo, tirado así en contra del mueble, parecía laxo y endeble. Me aproximé, en vilo, a tientas como un ciego, temblando como si hiciera frío. El corazón me palpitaba desbocado y me retumbaba en los oídos.

Estaba muerta. Sus cabellos rojos y encrespados combinaban y camuflaban la sangre, sólo visible en la cercanía. La toqué, giré su cabeza, miré sus ojos abiertos en un rictus de terror y sorpresa. Era ella. El diálogo en su ventana de Messenger exponía nuestros cariñosos cumplidos, nuestra cursilería. Pero había un hecho insoslayable: la charla acababa antes de anunciarme la dirección de la casa.

Aterrado, con las piernas débiles y la mente embrollada, busqué el arma. No la encontré por ningún lado. Di vueltas el lugar y espié tras la ventana, alguien podía haberla arrojado…

Había una nota final en la ventana. Postdata: Huye de tu crimen, decía. ¿Iban a asesinarme? ¿Por qué? No, no tenía sentido. Antes que pudiera siquiera traspasar la puerta y desandar el camino hecho una patrulla me dio alcance. Me tumbaron al piso, me leyeron los derechos, me esposaron y me ordenaron callar, por mi bien.

Las únicas huellas que hallaron en el lugar correspondieron a las mías y a las de la víctima. Mi testimonio quedó desacreditado por la imposibilidad de escape del presunto asesino, pues las rejas estaban intactas y en la única puerta me hallaba yo, indeciso de cruzar. El arma nunca fue encontrada y la dinámica de la bala descartaba el suicidio.

En vano me afané en contarles de la existencia de las vidas pasadas y del karma negativo que pesaba sobre su lindo espíritu; de un novio celoso que había muerto hace años, que la custodiaba y amedrentaba; de una sesión de espiritismo que había tenido lugar en el recibidor y que había dejado como saldo un huésped indeseable; de la invocación equívoca a un demonio arameo que nunca terminaron de exorcizar; ni de aquel espectro parásito que se le colgaba a las espaldas y me vituperaba cada vez que ella activaba la cámara web para que yo la viera.

2 comentarios:

  1. Enhorabuena, Noelia.
    Espléndido relato donde se conjuga el misterio, el suspense, lo mágico y una nota. sin estridencias, de terror. Todo ello transmitido por una prosa cuidada, perfecta y de gran atractivo que envuelve al lector en esa atmósfera de un surrealismo real que le sumerge en una lectura profunda de la que no puede salir hasta el punto y final.

    De nuevo, mis felicitaciones por el Premio, y , sobre todo, por este magnífico relato.

    Un abrazo

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  2. ¡Muchas felicidades por un excelente relato, Noelia!

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