Cada cosa en su lugar


 Por Elina Fernández Pardo

“El orden es el más hermoso ornamento de una casa”
Pitágoras.

La tapaba la basura. Bolsas para residuos negras, sin cerrar y casi llenas, estaban desparramadas por el living. Aquí y allá, en distintos rincones, mostraban sus enormes bocas abiertas con la comida a medio digerir.
Artículos desechados como envases vacíos de desodorante en spray, o envoltorios desgarrados de alfajores y caramelos, rodaban y volaban (respectivamente) por todas las habitaciones. Junto a la cama, sobre una bandeja de plástico, había media docena de platos sucios apilados, acompañados de dos jarros de cerámica decorados con restos de café.
Si alguien se lo hubiese preguntado, ella no habría podido contestar con sinceridad por qué un día empezó a acumularse la basura en su casa. En realidad, no existía ninguna razón o motivo que justificase ese repentino y arbitrario acumulamiento de porquerías por doquier. Simplemente, una tarde se le cayó una bola de papel arrugado al piso y allí quedó. Y allí estaba aún porque no la había levantado.
Y a esa insignificante bola de papel habían seguido otros objetos inservibles por igual.
Tal vez si hubiese buceado en la más profundo de su mente, habría encontrado algunas pistas (algo borrosas, por cierto) que le habrían indicado el por qué de ese comportamiento. Un tardío pero contundente acto de rebeldía para con su madre, quien toda su vida le había predicado su axioma fanático acerca de la limpieza, el orden y la pulcritud con matices obsesivo-compulsivos.
Con el paso de los días, el lugar se volvía cada vez más pequeño. Las bolsas aumentaban lenta pero inexorablemente; y cuando éstas se le terminaron, empezaron a crecer y a multiplicarse las pilas de cajas de leche vacías y las latas ya sin su contenido comestible, en una carrera loca contra las cacerolas y la vajilla sucias que también se multiplicaban en la pileta de la cocina y que ella se negaba, tozudamente, a lavar.
Llegó el momento en que los platos se acabaron y se encontró comiendo con los dedos, directamente de las latas de conserva. Arvejas y lentejas frías le dejaron un lejano sabor metálico en la lengua.
Ese estado de cosas, al principio vivido con cierto matiz placentero, luego le resultó indiferente. Días más tarde, cuando empezó a tornarse enojoso, tuvo la idea de terminar con todo y comenzar a ordenar; pero el caos era tan grande que la idea ni siquiera llegó a convertirse en iniciativa, y dejó que las cosas continuaran como hasta ese momento.
De manera que la basura se apoderó de su departamento y reinó en él. Pronto, las bolsas negras que obstruían la puerta comenzaron a reventar una a una, ya que no resistían que todavía les echase cosas en sus estómagos saturados; y al pie de la barrera oscura que formaban se juntó un revoltijo multicolor de desperdicios sobre los que, más tarde, comenzó a revolotear un enjambre de moscas diminutas y molestas.
Por lo menos, los gusanillos blancos que aparecieron una noche eran silenciosos. Se limitaban a arrastrarse y retorcerse por doquier; y luego a trepar por las paredes alentados por el calor que sofocaba el aire maloliente del departamento. Las cucarachas recorrían las habitaciones a su antojo y hasta tuvieron la audacia de subirse a la cama que no había sido tendida en un mes, y cuyas sábanas eran un catálogo de manchas y arrugas.
Una mañana se despertó con una sensación de opresión en los labios. Fue un despertar brusco, no un salir poco a poco, en forma casi amable, del sopor del sueño. Abrió los ojos y la vio. Ella, a su vez, la miraba a la cara. Imaginó que la miraba con la misma desidia que en los últimos tiempos había regido sus actos, pero eso no impidió que le lanzase un manotazo para quitársela de encima. La cucaracha marrón se movió rauda; sus patas rasparon la blandura de los labios cálidos. Ella intentó ahogar un grito de asco (la primera emoción que experimentaba en meses), pero no fue tan veloz como la cucaracha, que se metió dentro de su boca, aturdida por su reacción.
Era grande. Tenía el caparazón duro y las patas robustas. Las antenas le hicieron cosquillas en la garganta cuando, en un acceso de desesperación, se lanzó hacia allí en busca de escapatoria.
Luego de las arcadas iniciales siguieron el atragantamiento y la asfixia, porque el insecto se había atascado en su faringe.
Trató de correr fuera del dormitorio, pero la cantidad de cosas esparcidas le dificultaron el paso y la hicieron tropezar, impidiéndole salir de la habitación con presteza. Supo con desesperación que en cada minuto que demoraba, la vida se alejaba un poco más de su cuerpo.
Para cuando consiguió salir, resollando, su piel había adquirido una coloración azulada.
Se adentró, vacilante y confusa, en el abigarrado basural en que se había convertido su living. Trastabilló y cayó en medio del desorden de bultos, cajas y cáscaras. Aplastó con las palmas de sus manos los cuerpecillos de decenas de gusanos que vagaban entre los desechos, ignorantes de que se trataba de la última excursión de sus ya de por sí cortas vidas. Intentó llegar hasta la puerta pero no tuvo la fuerza necesaria; la falta de aire, la cianosis, la vencieron. Giró las órbitas de los ojos hacia el aparato telefónico, casi oculto por barricadas de papeles descartados, y ni siquiera logró elaborar un solo pensamiento sobre él.
Inmediatamente, luego de mirarlo por tres segundos, perdió el conocimiento.
Con el transcurso de los días se transformó en un elemento más del basural. Un elemento que encajaba a la perfección con esa cosmogonía del desastre que imperaba en el departamento. Y sí… la tapaba la basura… pero a pesar de todo había cierto orden dentro del aparente caos.
Su madre habría estado complacida.

1 comentario:

  1. Felicitaciones Eli,espectacular,genial como siempre,exelente tu trabajo,exitos ahora y siempre,tu amiga que no te olvida,Mariel,contactate,mi correo anile.unica@gmail.com

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