Hotel Calypso

Por Federico Guillermo Milicich

A un cineasta.

Recuerdo el paisaje estival y abrumador. Recuerdo la entrada; una entrada compuesta por dos columnas dóricas y un arco donde se leía en letras grabadas, de tipografía recta y prolija, pero gastada por el paso de los años y por el descuido del abandono, Hotel Calypso, casi cubierto por una hermosa enamorada del muro. La maleza crecía a los pies de aquellas columnas y les daban un aspecto agreste y campechano, más allá de que, antaño, aquel sitio era monopolizador de turistas y atracciones veraniegas.
Las advertencias de los pueblerinos no hacían más que acrecentar mi atracción hacia el hotel. “¡No vaya! ¡Está maldito!”. Quizá lo estaba, o quizá sólo estaba abandonado y encantado por el imaginario autóctono. Fuere como fuere, ingresé entre esas columnas roídas por el tiempo, bajo ese arco cubierto de hiedra, leyendo la inscripción Hotel Calypso en cada cartel, coloreado únicamente con los vestigios de pinturas brillantes y chillonas.

Un botones famélico y cubierto de polvo me abrió la puerta saludándome con un gutural “Bienvenido al Hotel Calypso. La recepción se encuentra al frente”. Seguí sus indicaciones y me vi cara a cara con un alto mostrador sobre el cual descansaba una campanilla y el recepcionista, huesos ya, que sonreía con esa simpatía que tienen los que están en el otro mundo. Al ver el estado de mi servidor, decidí proveerme personalmente de una llave. Elegí, como de costumbre, una de las habitaciones ejecutivas. Dejé en la caja el monto indicado y me dirigí hacia las escaleras principales del famoso Calypso.
Subí cada peldaño con esfuerzo. Las valijas con las que cargaba definitivamente no entraban en la categoría de “livianas”. Raro me pareció el hecho de que el botones no me haya tendido una mano, pero luego las palabras “maldito” y “no vaya” resonaron en mi conciencia. Llegué a mi habitación -la 154- e introduje la llave en la cerradura. Hice girar los engranajes, gastados por el tiempo, e ingresé en aquella tumba turística. Debo reconocer que, más allá del polvo y del olor a encierro, estaba bastante presentable. Acomodé mis pertenencias en el armario que había en la pared sur y me arrojé sobre la cama.
Al rato sonó la puerta. “¡Servicio a la habitación!” se escuchó del otro lado. No recordaba haber ordenado nada. Abrí y me encontré con un camarero en muy mal estado que empujaba un carrito sobre el cual había una bandeja con un cubre platos. Le dije que no había pedido nada por el momento, pero él no me escuchó. Ingresó a la habitación empujándome, destapó la bandeja descubriendo un suculento pollo a la parrilla con ensalada rusa y se dirigió hasta la entrada nuevamente. Allí mantuvo la mano abierta y luego la cerró. “Muy amable”, dijo, y se fue. Aquel pollo no estaba para nada mal.

Me calcé el traje de baño y bajé nuevamente a la recepción para ir a la piscina del complejo, a la cual sólo se podía acceder por el frente. Al llegar me encontré con el sonriente y difunto recepcionista en su acostumbrado lugar, junto a la campanilla, y al lúgubre botones abriéndole la puerta a un turista invisible y pronunciando las palabras “Bienvenido al Hotel Calypso. La recepción se encuentra al frente”. Seguí camino hacia la explanada donde se encontraba la pileta.
Descendí la escalerita de tres peldaños que conectaba el edificio principal con el predio no techado. Pasé frente a una barra, una casilla construida con troncos de palmera y de aspecto rústico y tropical, la cual estaba cubierta con “mojitos” que el barman, un hombre viejo y arrugado, no paraba de preparar. Una tras otra, las copas nuevas iban empujando a las más viejas. Sobre el suelo había un colchón de vidrios rotos y hojas de menta.
Me acomodé sobre una de las reposeras y me dispuse a untar sobre mi piel el factor veinte que había comprado en el pueblo. Sentado ahí, pude divisar una figura flotando en la lujosa piscina: un esqueleto con camisa hawaiana y traje de baño azul. El individuo estaba sentado sobre un flotador que simulaba ser muy cómodo. Llevaba lentes de sol y sobre la cabeza ostentaba un sombrero de mimbre. En una de las manos tenía una piña partida y rellena de cóctel, prácticamente podrido por el paso del tiempo. Una maraña de moscas revoloteaba alrededor.
No pude más que sentir envidia por el muchacho. Tal era la sonrisa que sostenía en su pálido rostro que logró transmitirme la verdadera alegría de las vacaciones. Mi cabeza se vació de pensamientos y se relajó. “¿No necesitará protector solar?”, pensé. Me erguí para ofrecerle un poco, pero la felicidad que se reflejaba en sus dientes perlados me hizo darme cuenta de que él estaba perfectamente.
Suspiré de tranquilidad. El aire, mitad puro, mitad pútrido, llenó mis pulmones lentamente. El Sol brillaba intensamente. De tanto en tanto, soplaba una brisa fresca, que generaba pequeñas ondas en la superficie verdosa de la pileta, haciendo que tanto las marañas de algas como el esqueleto vacacional se mecieran en el agua. La visión de esto me transportaba más allá de los sueños.
Sentí sed. La garganta me picaba un poco. Fue entonces que me levanté de mi reposo y caminé hasta el pequeño barcito de palmera. Elegí, de entre las infinitas copas de mojitos, una que aún estuviera fresca -y con contenido, dado que los ingredientes se debían de haber ido agotando con el pasar de los años. Tomé un gran sorbo y me apoyé sobre la barra con el codo, teniendo la precaución de no cortarme con ningún vidrio. Suspiré nuevamente.
“¡Ah, qué tranquilidad!”, le dije al cantinero, quien no sólo no me respondió, sino que continuó con su actividad como si fuera mandato divino. Viré la mirada hacia la pileta. Desde allí, el esqueleto con camisa hawaiana parecía sonreírme, invitándome a acompañarlo en su ocio veraniego. “Qué bien que lo pasa ése, ¿no?”, comenté al cantinero, sin obtener, como antes, respuesta alguna.
Dejé mi trago en la barra. “¡Gracias!”, exclamé. Observando a aquél de la pileta, había decidido no quedarme atrás en la diversión. Caminé resuelto hacia el extremo más profundo de la piscina y me planté de lleno allí. Miré con detenimiento el agua verde y plagada de plantas e insectos calculando mi trayectoria. Sentí con seguridad el piso bajo los dedos de mis pies. Flexioné levemente mis rodillas y me impulsé con fuerza, lanzándome de cabeza al agua.
Fue una zambullida perfecta. Al salir a la superficie, sacudí mi cabeza y observé al esqueleto moviéndose con violencia por mi incursión en la pileta.
Subí la escalerita. Caminé hasta el extremo de la piscina y me planté allí. Observé el agua fijamente y calculé mi trayectoria. Sentí el piso con los dedos de los pies. Flexioné mis rodillas y me lancé de cabeza al agua.
Subí la escalerita y me zambullí nuevamente, una, y otra y otra vez.

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