El Conejo de Pascua

Por Leandro Puntin

La puerta se abrió de un golpe. Una figura inmensa y desmedida, de ojos color granate luminoso, se recortó contra el umbral. Dos orejas largas, en forma de hojas de cuchillo, se posaban erguidas sobre la cabeza, y dos dientes oblongos y rectangulares parecían sobresalirle de los labios. A través de los ojos asustados de los chicos, la sombra se asimilaba cada vez más a la contextura de un conejo.
Esta bestia se acercó a las camas de los niños Gallardi, se sentó en medio de ambas literas y miró a la niña, que se hallaba con la cobija recogida hasta los dientes.
—No has sido una buena chica, Lucía. Podrás mentirle a papi, pero no a nosotros —dijo la “cosa”. Sus ojos inyectados en sangre resplandeciente ululaban en la oscuridad como una burbuja de lámpara de lava.
Gustavo, el hermano menor de Lucía, posó sus ojos en la grotesca y peluda espalda del…
—¿Conejo? ¿Eres el conejo de pascua? —vaciló el chico, mientras estiraba su mano para tocar los bellos blancos y sedosos que, en ademán hipnótico, provocaban ser palpados.
La bestia se volteó antes de que los dedos del pequeño acariciaran su pelaje.
Su rostro asimétrico parecía el de una liebre. En efecto, se dijo el chico, se trataba de una liebre. Una suerte de conejo humanoide e hipertrofiado.
—No te entrometas, Gustavo —gruñó el animal—. Vengo por tu hermana.
Sin saber de dónde, una fuerza misteriosa hizo que asintiera y se volviese a las cobijas. El chico se giró hacia la pared y se desvaneció sin quisquillar, obviando los gemidos de su hermana que oiría a continuación.
El conejo gigante le encestó una bofetada a la niña, y le hizo volar dos dientes. La cargó sobre sus hombros y antes de desaparecer por la puerta por donde había venido, hizo aparecer un huevo de chocolate del tamaño de una silla.
Gustavo lo vería a la mañana siguiente y lo devoraría gustoso, sin acaparar siquiera en lo que había sucedido hacía unas horas…como seguramente debían de hacerlo todos los niños buenos y obedientes que habitaban en Revenga.

—Cien años atrás, en [1]Revenga —una de las cuatro dimensiones paralelas a la Tierra—, un dios enfurecido maldijo a su creación. La ignorancia y el descontrol a la que ésta había llegado, superaron los niveles de la comprensión divina e hicieron que el maestre se diera por vencido. El Todopoderoso abandonó su dimensión y le cedió el poder a su originario más prodigioso: Pehuéa.
Este nuevo semidiós procuró recuperar el control sobre las creaciones de su padre y, junto a la fuerza bruta de cinco seres mitológicos, propuso imponer el orden, y restablecer las normas de creencia a sangre fría. Sin misericordia. Sin remordimientos. Todos volverían a creer en el Conejo de Pascua, en Los Reyes Magos y Papá Noél. Nadie podría negarse ante la existencia de los cinco seres —sin contar al semidiós— más poderosos de la existencia— narró el padre de Gustavo y Lucía frente al fuego del hogar. El hombre cerró la Biblia y les pidió a sus hijos que se acercaran junto a él.
—Es sólo una leyenda, ¿no, papá? —preguntó Gustavo, temeroso.
El padre abrió la boca para contestar, pero su hija se interpuso.
—Claro que sí, miedoso. Papá Noél no existe…
El padre hizo una mueca y respiró profundamente:
—En realidad, Lucy…
La niña lo miró.
—Lo que les acabo de leer es tan real como ustedes y yo, chicos. Es palabra santa. Es por eso que deben portarse bien en vísperas de Navidad, Pascuas y Reyes. Ellos saben, pueden ver cómo se comportan. Deben ser niños buenos y obedientes, sino ellos vendrán por ustedes y yo…—el padre suspiró, el pecho se le hinchó y fue dejando escapar el aire de a soplidos moribundos— no podré hacer nada por ustedes.
—¿Por qué no, papá? ¿Por qué no podrías salvarnos?
—Porque dios no quiere que intervengamos en sus planes.
Lucía se paró y amagó a abandonar la sala pero se quedó quieta en su lugar. Su cuerpo había comenzado a titiritar. Afuera hacía frio pero todas las ventanas estaban cerradas y el fuego del hogar mantenía el ambiente cálido en la sala.
—¿Qué pasa, mi amor?
La niña dudó mentalmente. Sabía que su padre la quería asustar. “Sí, eso es lo que hacen los padres”, pensó, atemorizaban a los niños con cuentos extraños para mantenerlos tranquilos y fuera de problemas. Sólo era una historia. Nadie la castigaría por incendiar al gato de Gustavo o por robarse las limosnas de la iglesia.
Lucía se volvió a sentar junto a su hermano.
—¿Quieren saber lo que les hace el conejo de Pascua a los chicos malos? —indagó el padre, con el rostro sombrío por las manchas negras que dibujaban las sombras del fuego en su mirada.
—No lo sé… —balbuceó Gustavo.
—Sí —dijo Lucía, desafiante, envistiendo levemente a su hermano con el cuerpo.
—Bueno —comenzó el padre—, a los chicos malos se los rapta por las noches y se los lleva a pintar huevos a su fábrica de chocolate…
El padre finalizó abruptamente. Gesticuló los labios como si estuviese a punto de decir algo que continuase con la historia, pero se quedó pasmado, con la vista al frente, viendo como la llamarada de la chimenea había consumido casi toda la madera que había talado esa mañana.
“¿Eso es todo?”, pensó Lucia frunciendo el cejo, “¿nada más? ¡Qué conejo estúpido!”.
Había algo más. La historia no terminaba allí, y Gustavo lo sabía, pudo notarlo en la mirada de su padre. Él quería protegerlos de algo, de algo que quizás era mejor no saber.
—Lucy —exhaló el padre, al volver la cara hacia su hija—, por favor, dime que has sido una niña buena.
—Sí, papá —mintió Lucía—, he sido perfecta.

Al abrir los ojos, Lucía se vio así misma encadenada a una pared, y ruidos infernales de maquinarias pesadas le llegaron al oído; correas chirriantes y engranajes oxidados. El hedor a aceite quemado era pestífero y provenía de allí mismo, de la misma habitación. La niña de diez años comenzó a gritar hasta que su garganta colapsó. Quedó rendida, con las vestimentas ultrajadas, apoyada de espaldas contra el muro. Su melena enmarañada, sus muñecas sangrantes —a causa de los grilletes de metal—, y su cuerpo ennegrecido por la mugre, le brindaron la apariencia de un anciano condenado en la antesala del Averno.
La caldera de aceite hirviendo burbujeaba a su costado. Una lágrima de grasa oscura le salpicó los pies frágiles y pálidos. Luego otra, y otra más, hasta que la piel comenzó a resbalársele del hueso.
Lucía no podía gritar, su voz —al igual que su esperanza— la había abandonado para siempre. Entre sus gritos mudos de dolor, se oyeron pasos en el calabozo.
—¿¡El conejo te hizo eso!? —satirizó la bestia peluda, posicionándose frente a Lucía—. “¡Qué conejo estúpido!” ¿¡No es así!?
La niña alzó la vista y esbozó una mueca de terror, revelando una hilera de dientes rotos y torcidos.
—Quizás, con el dinero que has robado, puedas comprarte una dentadura más resistente, ¿qué dices, niña? ¿Es suficiente? ¿Tus ahorros impíos podrán comprarte una sonrisa nueva?
Lucía luchó otra vez, inútilmente, por desprenderse de las cadenas pero solo logró reavivar el dolor en sus muñecas.
—¿Ahora te parece suficiente, niña? —preguntó el animal, mientras tomaba el pie bueno de Lucía y lo retiraba de un jalón.
La chica se retorció con brusquedad, con el destello del dolor en vida titilando en su mirada. Ahora, lo único que la conectaba con su pie era un par de viscosos hilos rojos que pendían en el aire.
Ya en el último momento —y con una velocidad inenarrable—, el conejo transformó la extremidad en una especie de amuleto, al atravesarlo con una cuerda y colgarlo de su cuello.
“Una pata de la suerte”, fue el último pensamiento de la niña al clavar su vista en el verdugo, “una… maldita… pata…”.
La bestia se irguió orgullosa ante su presa, y antes de que ésta muriese desangrada, la arremetió contra el calderón ardiente y dejó que pereciera calcinada… tal como ella lo había hecho con el gato de su hermano
[1] Revenga, etimológicamente, significa “lugar húmedo o revenido”.

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