por Conrado Bocco
Como ocurría desde los últimos días, me llamó en la madrugada. Deslicé la puerta y por sobre la alfombra mullida, avancé hasta su cama para sentarme a su costado. Sentí su respiración acelerada y un aroma de algalia proveniente de su transpiración. Prendí el velador para verla, con la cara retraída y la mirada perdida. La ventana que daba al patio se abrió y como posada en el alféizar, ambas vimos el brillo de la luna. Entonces, un viento invernal ingresó al cuarto y tamizó todos los olores mezclados. Eliminadas algunas esencias, persistió el perfume más intenso, cargado con extractos de hierro fundido, tal al que sólo pertenece a la sangre fresca. Fue cuando, obnubilada, me dijo: “Me tenía cansada madre. Perdóname, pero he asesinado al Cuco.”
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