Huésped

por Mabel Nélida Loureiro

Cuando empujó la pesada puerta de hierro, ese jueves a las tres de la tarde, Norma no imaginó que su vida cambiaría definitivamente. A medida que subía por los gastados escalones, un temblor le recorría el cuerpo; sin embargo siguió, su objetivo era más importante que ese primer temor.
Todo había comenzado en febrero. En la última charla que había mantenido con Rosalía, su vecina de ochenta y dos años, surgió el nombre de María Juana. Norma pudo ver con cuánta nostalgia su querida vecina le hablaba de esa otra amiga a la que no veía desde hacía diez años. Había perdido su teléfono y lo único que recordaba era que vivía en el barrio de Congreso, en la calle Combate de los Pozos al 270.
-Algún día voy a tomar un remís para ir a visitarla. ¿Te gustaría acompañarme, Norma?
-Por supuesto. -Mintió; su mente ya estaba en otro lado. Qué mejor que obsequiarle a Rosalía aquella sorpresa: ella contactaría a las dos antiguas amigas. Alguna tarde, dentro de los trámites que habitualmente hacía para su jefe, incluiría la visita a la casa de María Juana.
Y ese día llegó.
Se impresionó ante la antigüedad de la casa y el estado calamitoso en que se encontraba la fachada. Al balcón le faltaban pedazos de mampostería, y algunos hierros oxidados asomaban como flechas apuntando hacia la vereda de enfrente. Una maceta hacía de sostén de un lazo de amor sediento de agua. No había timbre, pero la puerta cedió al empujarla. Al llegar al último peldaño, desembocó en un hall donde la mugre y el descuido saltaban a la vista. Esperaba encontrar a una señora mayor, pero prolija, como su vecina; por el contrario, su vista chocó con una mujer joven, desgarbada, con la mirada perdida vaya a saber en qué.
Después de escuchar atentamente el motivo por el cual Norma estaba allí, la invitó a pasar a una habitación mientras pronunciaba estas palabras:
-Roby, tenemos un huésped.
“Tenemos un huésped”, esa frase la perseguiría durante todos los días que permaneció cautiva.
Los hechos se sucedieron tan rápidamente que no tuvo tiempo para reaccionar. Un portazo, el sonido de la llave poniendo el cerrojo y eso fue todo. Ante la sorpresa, llamó, golpeó la puerta; luego el llamado se convirtió en un grito; los golpes, en patadas. Su furia era tal que ni siquiera vio la decadente habitación en la que se encontraba. Después tendría tiempo de sobra para recorrer y conocer cada rincón, cada pedazo de ladrillo asomando a través del revoque de la pared, cada tabla faltante en el piso, cada recorrido de las hormigas. Se lamentó por no tener un teléfono celular; se lamentó por no haberle avisado a nadie que iría a esa casa.
Cuando la puerta se abrió, un hombre alto, delgado, con barba desprolija y la misma mirada perdida que vio en la mujer, le salió al encuentro. Norma gritó, intentó abrirse paso, pero él no estaba dispuesto a perder su presa y le aplicó un golpe, el primer golpe. Entonces lloró, imploró, pidió perdón por molestarlos y dijo que lo único que quería era salir de allí. Por toda respuesta recibió una amenaza. Si intentaba escapar, la matarían.
Otro portazo, otra ruido de llave y otra vez la soledad.
El pánico la fue ganando, pensó que eso no estaba sucediendo, que era un horrible sueño. Se acurrucó en un rincón y se quedó dormida.
Durante los primeros días intentó escapar, gritar, (no le importaban las amenazas) hasta que venía el cúmulo de golpes. En varias oportunidades la ataron a la cama y la amordazaron.
Llevaba un mes allí cuando decidió que ya no valía la pena pelear y con resignación aceptó su nueva vida. Se fue acostumbrando a ese cuarto, al ropero con una pata rota, a la cama de hierro, al colchón sucio, a la frazada agujereada, a comer las sobras que le daban. Hasta se fue acostumbrando a sus propios olores. Sólo le permitían salir para ir al baño, una o dos veces al día.
Para no enloquecer, buscó recuerdos en su mente. Pensó en sus hijos, en su marido. Buscó momentos de felicidad. Buceó dentro de sí. Cuando los recuerdos la llevaron a las primeras vacaciones que pasó con Pablo, las lágrimas comenzaron a caer. Pensó que todavía la estaría buscando. Sintió cuánto extrañaba sus abrazos, sus caricias, sus pasos, sus desencuentros, y se preguntó si él también la extrañaría así.
Recordó los disfraces de sus hijos para cada fiesta de fin de curso. Recordó cómo disfrutaban con las historias de pájaros, delfines, reyes y princesas, soles y nubes que les solía inventar cuando eran niños. Se refugió en lo que más le gustaba, que era escribir cuentos infantiles. Pensó en el último. Tendría que apurarse a encontrar un final para sus personajes, Aníbal y el lobito de mar, y tuvo miedo.
Fueron noventa y tres días con noventa y tres noches las que Norma vivió en ese cuarto antes de morir ¿De tristeza? ¿De soledad? ¿De inanición? Durante todo ese tiempo su preocupación más inmediata era que se terminaran las hojas de su agenda y no poder concluir su cuento. Su temor más profundo, morir allí, sola, sin sus afectos. No le tenía miedo a la muerte, pero se aterrorizaba al pensar que la iba a sorprender ahí, en un lugar que no era el suyo.
Nunca supo por qué la secuestraron. Tampoco nunca supo que había pasado con María Juana, pero imaginaba que algo malo.
Nunca apareció el cuerpo de Norma sólo indicios de que estuvo ahí. Cuando dos años más tarde demolieron la casa, aparecieron algunas hojas rotas de agenda en las que se podía leer: “... finalmente.... Aníbal se dio cuenta de que... ese pez negro con bigotes, no era un pez sino un lobito de mar,... decidió acompañarlo... Muchos caminos... mares, olas gigantescas... dejaron las montañas... en un bloque de hielo... Feliz el lobito... su familia ... en el país del frío.”

1 comentario: