Lobo

por María Rosa Llinares

Desde que Laurita nació, Lobo, el cachorro de ovejero alemán marrón y negro de la familia, se convirtió en su compañero inseparable.
Lobo fue testigo de los primeros pasos, de los primeros balbuceos de Laurita. Crecieron juntos.
Fueron cómplices de mil travesuras, todo el pueblo los conocía y admiraba la fidelidad del animal que tanto la cuidaba.
Los padres de la nena, Mario y Elba, se quedaban tranquilos cuando ambos salían de correrías por los campos, sabían que Lobo siempre traería a Laura de vuelta a casa.
Cuando Laura comenzó a ir a la escuela Lobo la acompañaba hasta la puerta y allí la esperaba; sentado, con las orejas paradas, la nariz expectante, vigilantes los ojos, hasta que ella salía y volvían retozando los dos a la casa, felices de estar juntos una vez más.
Al cumplir Laura los ocho años su cuerpito comenzó a debilitarse, una extraña enfermedad se había adueñado de ella.
Mario y Elba veían consternados como el médico del pueblo nada podía hacer con sus medicinas.
Tampoco doña Elvira, la curandera, pudo hacer nada con sus conjuros y sus hierbas.
El pueblo entero rezaba unido en cadenas de oración pidiendo por Laura.
Lobo no se separó en ningún momento de su lado, no abandonaba a su compañera de juegos.
Laurita se fue una fría noche dejando a la familia sumida en el dolor.
La velaron en su cama.
Lobo se quedó allí; sentado, con las orejas paradas, la nariz expectante, vigilantes los ojos.
Llegó el momento de despedirse. Envolvieron su consumido cuerpito en una mortaja de arpillera; a la usanza de los pobres que no podían mandar a comprar un ataúd a la ciudad.
En medio de las lágrimas y la congoja de todos aquellos que la conocieron fue llevada, hasta el cercano cementerio, para ser allí enterrada.
Lobo siguió los pasos del cortejo y no hubo forma de sacarlo de al lado de la tumba.
Se quedó allí; sentado, con las orejas paradas, la nariz expectante, vigilantes los ojos; tan acuosos como los de Elba, también él la lloraba.
Y llegó la noche sin que Lobo regresara a la casa.
Mario y Elba intentaron descansar a pesar del sufrimiento.
Al amanecer Elba fue a la cocina, desde cuya ventana veía el camposanto donde ahora descansaba su Laurita.
Conmovida vio asomarse, por la ventana, las orejas paradas de Lobo, el pobre animal había regresado a la casa. “Se habrá dado cuenta, -pensó Elba- de que Laurita ya no puede volver…”
Quiso ver a Laura jugando con Lobo como siempre. Quiso oír su risa. Añoró sus travesuras. Pero no, era un sueño imposible. Laurita estaba allá en el cementerio.
Mario se acercó a la ventana y al ver al perro salió al patio para saludarlo, sabía que el perro sufría mucho también…
Elba oyó el grito, más que el grito, el alarido de Mario y corrió para ver horrorizada que Lobo había traído a Laura otra vez de vuelta a casa.

Alelada mira la escena: Laura apenas envuelta en su mortaja de arpillera, enlodada y deshecha y Lobo a su lado; como siempre.
Mira a Mario que, jadeando, se lleva las manos al pecho y cae…
La escena se sucede como en cámara lenta para Elba, se siente muy rara, como si el dolor fuera imposible de agudizar.
Va hacia Mario, le cierra los ojos y le da un beso en la frente. Luego le acerca un cuenco con agua y un poco de comida al perro, pero el animal lo rechaza.
Vuelve a la cocina, se sirve un vaso de agua y toma la caja que guarda celosamente, detrás de todo, en la alacena. Regresa al patio y se sienta al lado de Lobo y de su Laurita, que ya despide un fuerte olor. Abre la caja, le ofrece un bocado al perro, que éste acepta, Elba toma uno para sí, otro para Lobo, un sorbo de agua, otro bocado; así va repartiendo, hasta terminar, la caja del veneno para ratas.

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