El camino cruzado

Por Leandro Trimarco


Entre la noche fría y seca, y las sombras que se arremolinan como bruma sospechosa a su alrededor, el escenario no tiene más luces que las de la carretera y un luna tímida que se asoma discretamente. No hay apuro recorriéndole el cuerpo, no hay miedo trepándole los hombros, apenas siquiera una idea errática sacudiendo su cabeza, alterándole el pulso. Siente que ya anduvo por estas calles antes, siente el volante, el parabrisas frío y la pelusa escondida del tapizado de su Mercedes; casi percibe el tacto de las llantas con el áspero pavimento como si pudiera controlar las sensaciones que impregnan el aire; pero lo asalta entonces una evasiva sensación de deja vú sobre el ambiente oscuro y monótono. Ve en sucesión perfecta el orden de los eventos en su mente, los repasa con fingida frivolidad para conseguir calma. Siempre empieza sin que él se dé cuenta, siempre va hacia el mismo final. Y luego vuelve al inicio, se escapa del espectáculo dantesco a oscuras, posa una mano sobre su pecho, respira agitado y sostiene sacudiéndose el sello que dice su nombre: “Dr. Adrian Smith – Oncología”. Luego la preocupación no existe, luego la vida es otra cosa.
Pero siempre regresa sobre sus huellas, sumergiéndose inconscientemente en el mismo ciclo, que eternamente le obliga a la tribulación de la impotencia y la culpa. Otra vez vuelve sobre las mismas calles, otra vez el frío y la noche infinita… él, que maneja su lujoso automóvil quieto y tenso por lo que se avecina; entonces la escena principal tiene lugar: a su izquierda otro vehículo intenta sobrepasarlo con cuidado. Es una camioneta roja, la ve nítidamente, pero no puede distinguir su modelo, no le interesa en realidad; porque hay dos balizas verdes observándolo, dos ojos que absorben su atención y le hacen perderse en el abismo de sus pupilas amplias; una mirada que se arroja sobre su rostro crispado por la noche, que lo rosa casi imperceptiblemente, como escondiéndose: son escasos segundos de ojos que se encuentran. Pero igual la siente escribiendo marcas inentendibles en su mente, tocando su cara a distancia; sus ojos lo vuelven loco, su boca le provoca un jadeo abrasivo, la claridad de su cuerpo contrasta con la oscuridad y Adrian se queda hipnotizado como la luciérnaga enamorada del farol en la noche.
Ella regresa la mirada y el momento se congela nuevamente en un instante tenso, una paz armada de corazones que dudan y se atrofian con sensaciones potentes ancladas en las arterias; no pueden decirse nada, se miran apenas custodiados por los cristales de las ventanillas pero igual están juntos: la conexión es efímera pero intensa…
Imperceptiblemente llega, súbitamente se va: la camioneta pierde el control y sus luces marcan el borde de su camino. Él apenas mira atónito, con un miedo poderoso que le amordaza los gritos prematuros de su horror. Sigue en su cabeza alucinando, mezclando el tiempo y las imágenes; “su auto choca contra uno de los bordes” se recita para sí, “yo, freno. Salgo de mi coche. Quiero ayudarla.” Entonces se acerca a ver la escena, ya la conoce, pero algo incontestable en su interior lo ancla al lado de aquel vehículo, ahora completamente abollado. Entonces distingue de nuevo sus ojos verdes en la oscuridad voluminosa: “¡Ayúdame!” Grita ella, que atrapada entre los fierros deja salir jadeos lastimeros y exclamaciones de terror. Algo en el cuerpo de Adrian le dice, le ordena que vaya a ayudarla enseguida. Él quiere obedecer, él quiere salvarla a toda costa, pero la noche la reclama como su alimento.

Adrian lanza tan solo un paso impregnado de terror hacia el sendero oscuro, su suela se hunde y se cubre con sombras que le hacen palidecer y retroceder desmoralizado. La oscuridad está hambrienta, la quiere a ella que paulatinamente es envuelta por la niebla oscura que forma pesadas nubes a su alrededor. Lentamente se hunde, pero sus ojos profundos siguen clavados en los de él, le pide ayuda con la voz partida, pero las piernas de Adrian están petrificadas, la noche es tan real, tan intimidante y él apenas un cobarde vacío que queda paralizado y no puede siquiera gritar por el miedo…
Casi acaba, ya casi se ha ido, pero aún puede ver su silueta disolviéndose con la niebla, digerida por la oscuridad famélica. Así la sombra de su cuerpo solo le es reconocible por la última luz de su mirada; así esa imagen de la chica que le acaricia con silencio desde la distancia, la imagen cálida y suave de un sueño, ahora desaparece tras el velo negro bailando en el miedo, engullida por su pesadilla. Cuando su último grito de desesperación se ahoga en la oscuridad y sus ojos se apagan consumidos, él despierta otra vez, bañado en sudor frío, como si la temperatura de su piel fuera el residuo, la cicatriz que queda de la irrealidad de sus pesadillas.

El shock siempre tarda horas en irse, siempre es de noche cuando despierta, pero luego cualquier intento de sueño es ya imposible. A veces camina un poco alrededor de su cama o prueba tomar un té amargo; a veces simplemente se aferra a las sábanas y resopla furioso para sus adentros. “Es un solo sueño” se repite monótonamente, pero a su corazón no le basta. A pesar de los días, los méritos y los pacientes una parte de su vida queda incompleta, o mejor dicho, una vida aparte de la suya queda sin auxilio y por ello un sobrecogedor sentimiento de culpa le roe silenciosamente.
Las noches pasan a ser más importantes que los días, se van acumulando como pesados estuarios en su cabeza. Las imágenes vuelven siempre: ella con su mirada profunda, él suspirando intensamente por ella, y la noche que la engulle y no le permite abrazar una mañana tranquila con la sensación de su cuerpo acompañándole en cama, estar con ella, salvarle… salvar a la mujer en sus sueños.
Y por más ridícula que fuera la fantasía de querer rescatar las evasivas sensaciones que le provoca su propia mente, hoy se sienta frente al espejo antes de ir a dormir; algo en él ha cambiado, hoy piensa que tal vez esta noche sea la última, que ya tal vez no consiga volver a verle en sus sueños. “Esta noche voy a salvarla”. Su voz suena como un eco por entre los espacios oscuros de la habitación. Lentamente las luces y los objetos comienzan a girar, a batirse en el embudo de la noche…
Allí está de nuevo, en secuencia, el frío, la carretera, el sendero, sus ojos, su boca y Adrian latiendo aterrorizado de nuevo. La camioneta golpea duró contra el borde, ella le llama, ya casi siente el suelo y la niebla posándose sobre ella, absorbiéndole…
De pronto algo cambia en él. El miedo no se va, sus pies no se mueven, pero algo cambia en su corazón: cierra los ojos, anticipa el final, pero sale corriendo hacia ella. Rápidamente la atrapa con sus manos, la saca del auto machacado y la empuja con desesperación hacia la carretera; sin aviso, ahora siente como si sus pies estuvieran sobre arenas movedizas, su cuerpo se hunde; ahora la noche los quiere a los dos. Ella se sacude a su lado liberando lágrimas y gemidos desorientados, y al verla Adrian saca todo su coraje, nada tiene que perder; ya sabe como terminar la pesadilla… haciendo uso de toda su fuerza la levanta con sus brazos y la arroja al pavimento. Pero esto lo ha hundido casi por completo en la oscuridad.
Ahora se miran de nuevo fijo. No dicen nada, apenas su rostro que sigue en la superficie con ella, se conecta de nuevo con sus ojos verdes. Ella se le acerca, su cara cubierta en lágrimas, lo acaricia y lo besa tiernamente, en silencio; su boca es suave, húmeda, fulminante, es un sueño… nuevamente efímero, pero intenso. Adrian la separa y se sumerge liberando de su boca un débil suspiro que lleva su nombre, mientras la noche consume sus últimos latidos, él se disuelve bosquejando una sonrisa plena de calma en los contornos que van desvaneciéndose de su rostro.
Esta vez la pesadilla acaba en silencio y ella se despabila besando delicadamente a su almohada, susurrando un cándido nombre desconocido que se escapa por entre sus labios cansados… “Smith…”

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