El fantasma persistente

Por Tomás Manzanelli


La primera vez que se corporizó, yo estaba tomando mate en la cocina. Era una mañana nublada de invierno cruel.
Habituado a los prejuicios de la ciudad no me admiró demasiado la perfección del truco.
Sonreía estúpidamente vanagloriándose de su hazaña.
-¿Qué se le ofrece? -pregunté luego de chupar la bombilla.
Su sonrisa se volvió mueca de desencanto y, tal vez, de desprecio.
-Nada -contestó alzando una ceja y ahuecando la voz.
-Entonces, por favor -le indiqué la puerta con la mano libre.
-Pero, escuchame, ¿no te diste cuenta que ni siquiera he necesitado abrir para entrar?
-Doble irrespetuosidad. Por lo menos, hubiera golpeado.
Vestía ropas antiguas, bastante arrugadas. No era joven, pero tampoco demasiado viejo.
-Pero, oíme -insistió.
-No hablo con extraños, y menos cuando son intrusos.
-¡Entro donde y cuando quiero! -chilló, olvidando su pretendida voz de barítono.
-Por favor, no siga delinquiendo. No me obligue a llamar a la policía.
-¿Qué? ¿A la policía? ¿Vos creés que podrían conmigo?
-No se trata de eso. Yo espero que sea razonable y no tenga objeto convocarla.
-Pero… Mirá, mirá.
Se esfumó al instante para aparecer a pocos centímetros.
De cerca, era aún más desagradable; olía a humedad vieja y a vegetales en descomposición.
Lo señalé con el dedo.
-No abuse de mi paciencia.
Acto seguido, me cebé otro mate. Se echó un tanto para atrás, como si hubiese temido que le vertiera encima agua hirviendo.
En algún momento había corrido una silla para sentarse a la mesa.
Movió la cabeza incrédulo.
-Yo soy el que impone condiciones. Me estás poniendo nervioso, y eso, te lo aseguro, no te conviene.
Me incorporé. Fui en dirección a la repisa del teléfono.
-¿Qué hacés?
Giró el cuerpo para verme marcar.
-¿Policía? Mire, señor, hablo para denunciar una violación de domicilio. Bueno, es que en mi casa, de calle tal y número tal, ha entrado un sujeto… No, no lo conozco. No, no sé qué quiere. Bien, gracias.
-¿Qué dijeron?
-Que ya vienen.
-¿Y qué van a encontrar?
-Si usted todavía razona, a nadie más que a mí.
-¿Y qué justificativo vas a poner?
-Sólo la verdad.
-Van a creer que estás loco.
-Me tiene sin cuidado.
Al fin era un simple vendedor puerta a puerta. En pocos minutos, desplegó con verborragia, ofrecimientos tales como la fortuna, el poder, las mujeres, la fama, hasta la vida eterna, todo por el módico precio de mi alma. Le dije que no la tenía, y esto lo derrumbó tanto que, olvidándose de su truco más efectivo, abrió la puerta accionando el picaporte y salió.

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