Las voces

Por María Rosa Llinares


Tocó el timbre con el íntimo deseo de encontrar lo que buscaba, hacía ya unos días que había cobrado el seguro del coche y no había visto nada, la verdad era que, con la plata que tenía, no podía aspirar a mucho. Qué me van a ofrecer acá, -pensó- otra porquería, seguro”. Tuvo ganas de irse, pero en ese momento abrieron la puerta.

-Buenas, -dijo- yo soy Damián, el que llamó por el coche.

-¡Ah! ¡Sí! Pasá pibe, pasá, perdoná si te hice esperar…

Damián se quedó mudo al verlo. El coche de sus sueños. De pronto su esperanza se desvaneció totalmente. Nunca podría pagar semejante bote…

El tipo que lo vendía le empezó a contar que a su pesar lo tenía que vender, que los papeles estaban bien, pero que él se iba afuera y necesitaba la plata y patatín, patatán, al cabo de media hora habían arreglado todo y en una semanita más, firmados todos los papeles, se llevaría el auto a su nombre y sin deber ni un peso.

Damián no podía creer la suerte que había tenido, el coche full negro, su color favorito, tapizado impecable en gris perla, limpito, lustrado, con todos los detalles, el motor a nuevo, la carrocería sin el menor bollo.

Cuando Damián se fue el vendedor se tiró en un sillón con un bufido de alivio y luego gritó:

-¡Vieja! ¡Al fin nos lo sacamos de encima!

A los ocho días Damián era el orgulloso dueño del auto, ahora sí podría hacer buenos clientes, no es lo mismo aparecer con la vieja catramina que tenía (y que nunca dejaría de agradecer a los que se la robaron) que con ese autazo.

Se lo llevó a su amigo Oscar (el mecánico) más para darse corte que para hacerlo ver, se notaba a la legua que estaba todo perfecto. Oscar le hizo abrir el capó, revisó todo y fue para el baúl. Lo abrió.

-Ché, apagá la radio… ¿Qué porquería estás escuchando? –le dijo a Damián.

-Yo no prendí la radio. ¿De qué hablás?

-¡Qué raro! ¿No? Buen, por ahí fue alguien que pasó por la calle llorando. Mal.

Ernesto había llegado a la capital hacía un par de semanas y estaba buscando un coche para movilizarse, leyó en los clasificados un anuncio y se fue a verlo. El coche estaba guardado en un garaje que aparentaba ser un taller mecánico, a pesar de la suciedad del lugar el coche estaba en condiciones impecables, de inmediato un ansia feroz por ser su dueño se apoderó de él. Convino el precio con el dueño –una ganga- y a los diez días, hecha la transferencia correspondiente, salió ufano del lugar sintiéndose un jeque árabe arriba de tan hermoso auto.

Cuando Ernesto salió del garaje Damián se tiró encima de un viejo y sucio sofá y con una risotada de alivio gritó:

-¡Oscar! ¡Por fin me lo saqué de encima! ¡Gracias viejo, vos sí que sos un amigo!

Ernesto se paseaba orgulloso en su nueva adquisición, decidió darle una sorpresa a su novia, iría a visitarla al pueblo ese fin de semana.

El viaje de seis horas le corroboró la buena compra. Llegó feliz a la puerta de su novia. Marisol no podía creer que ese hermoso coche le perteneciera a su novio. Fueron a la casa de los padres de Ernesto que salieron dichosos a admirar el auto. Ernesto les mostró todos los detalles, cuando abrió el baúl su padre tomándose las orejas le gritó:

-¡Apagá esa radio hijo! Me reventaste los oídos. ¡Qué feo eso que escuchás!

-¡Qué radio viejo! Yo no prendí ninguna radio -le contestó Ernesto pensando: “el viejo está chapita”

Los padres de Solange estaban muy orgullosos de su hija que había terminado la carrera con todos los honores, decidieron regalarle un coche, una profesional no podía seguir viajando en colectivo. Les comentaron que alguien vendía un buen auto a muy buen precio en un pueblo vecino, fueron a verlo y lo sintieron el coche ideal para su hija, estaba impecable, debía ser mucho más caro de lo que ellos podrían pagar, pero el precio fue acorde a sus necesidades y a las dos semanas, hechos los papeles pertinentes, se lo llevaron contentísimos pensando qué alegría le darían a su hija.

Ni bien vio el coche dar vuelta la esquina, Ernesto entró a la casa de su novia, se tiró sobre el sillón del living gritando:

-¡Ya está Marisol! ¡Al fin me lo saqué de encima! ¡Qué feliz estoy!

Cuando Solange vio el regalo que sus padres le llevaran se quedó estupefacta. Se puso al volante sintiendo que no podía ser más feliz y que sus padres eran los mejores del mundo. Dieron una vuelta por el centro del pueblo y volvieron a la casa, lo examinó por todos lados; era perfecto… abrió el baúl y lo cerró de inmediato, tambaleante, demacrada.

-¡Qué te pasó Solange! –corrió su madre a abrazarla.

-¿Oíste mamá? Esos lamentos. ¿De donde salían, mamá?

Y así fue que Solange le vendió el coche a Javier, Javier a Elena, Elena a Gustavo y Gustavo a Santiago.

Cuando Durko llegó a su casa, luego de seis años de estar detenido cumpliendo una condena por robo a mano armada, casi acogota a su madre, (a la que dejó casi sin aliento) al enterarse que había vendido su auto, y por una bicoca. “SU AUTO”. Le había dejado bien claro que se lo ponía a su nombre por unos “problemitas judiciales” “Qué querés hijito, vos necesitabas plata y yo no tenía” –murmuraba ella mientras Durko le apretaba el cuello. Al fin la soltó; ahora que estaba afuera necesitaba quién le hiciera la comida y le lavara la ropa. Para eso nadie mejor que ella

Durko consiguió que su madre le diera la dirección del tipo que le había comprado el coche y se lo fue a ver. El pobre tipo se pegó tal susto que a los cinco minutos ya iba rumbo a la casa de Damián. A éste sólo le interesó sacárselo rápido de encima, así que le dio la dirección de Ernesto. Hacia esa casa partió Durko, esperando reunirse con su auto de una vez, para su sorpresa se encontró con que había sido vendido a una tal Solange, con lo afectada que había quedado la pobre chica luego del episodio del coche, no le costó nada sacarle el nombre del comprador, Javier. Y así Javier le dio el de Elena, y Elena el de Gustavo, y Gustavo el de Santiago

Cuando llegó a la casa de Santiago, a éste lo habían internado en un instituto psiquiátrico pues decía escuchar voces, lamentos en su auto. Por suerte para ellos mismos los padres de Santiago tenían un poder por el cual le restituyeron el coche a su primitivo dueño, sólo querían sacárselo de encima.

Durko se sentía plenamente feliz conduciendo su valorado auto. Mientras manejaba le parecía oír las voces de sus víctimas suplicando, pidiendo clemencia, mientras las poseía, y luego cuando las llevaba en el baúl del auto antes de matarlas, y después, recordándolas, mientras iba en búsqueda de una víctima más…

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