Pro me et eo

por Oscar Pablo Gómez Poviña

Todos nos hemos preguntado alguna vez por la compleja cadena de causas que nos ha llevado al punto en el que nos encontramos. Las fórmulas como “¿quién soy yo?”, “¿por qué me pasan estas cosas?” o “¿qué mierda hice anoche exactamente?” son harto conocidas variaciones sobre el mismo tema. En mi caso, la respuesta se relaciona íntimamente con la vida de otro hombre, Daniel Brückner, cuya historia todavía no puedo comprender en detalle.
A simple vista, Daniel era un hombre bajo, apacible, medio calvo, algo soso y, tal vez, algo patético. Aún a avanzada edad, vivía con su madre, una mujer mayor que ya lindaba con la infantilidad y la ceguera. En la escuela se había destacado en biología, matemática, física, química y se había rezagado en educación física. Nunca cursó estudios universitarios, pero era adicto a las lecturas sobre esos temas en los que había sobresalido en su infancia. Su hobby era la colección de insectos y la taxidermia de pequeños animales. No trabajaba y cuando se aburría buscaba algún curso sobre sus pocos temas de interés o reemplazaba viejos especímenes de su colección.
Creo recordar haberlo visto en algún curso de introducción a la ciencia ficción y en alguna otra conferencia sobre el cuerpo sicótico en la estética expresionista; pero, como se imaginarán, su presencia me era indiferente. ¿Quién podría culparme, si el hombre era una verdadera sombra? Nada que destacar. Nada que llamara la atención. Nada interesante. Ninguna seña particular. Nada de nada, en absoluto.
Pero la vida de Daniel, que ahora sospechamos aburrida hasta el paroxismo, escondía todo un entramado de miserias secretas. A los cuatro años, su madre lo había retado en público por meterse la mano debajo del pantalón. A los treinta y cinco, una mujer lo abandonó en un cuarto de hotel sin billetera ni pantalones. (Era la primera vez que pagaba por sexo). A los veintidós, lo golpearon en el baño de hombres de una estación de trenes cuando alguien se dio cuenta de que estaba usando lencería femenina debajo del pantalón. A los dieciséis corrió y corrió, pero nunca llegó a aprobar educación física. En fin, una larga lista de etcéteras que, dada de forma sistemática, terminan por minar en silencio la conciencia de un hombre.
La sucesión constante de humillaciones y maltratos fue construyendo al personaje silencioso y tímido que les presenté arriba; pero lo que se fue formando por dentro quedará para siempre enterrado en su mutismo sepulcral. No es mi intención reivindicarlo, ni promover la compasión; sino describirlo en la medida de lo posible, dado que su historia es, en cierto modo, también la mía.
El cambio comenzó un buen día en el que la luz del sol ya no lo dejó dormir. El paso del más mínimo haz bastaba para poner en funcionamiento esa doble mecánica del insomnio: el deseo del sueño y su imposibilidad de realización. El deseo en pocos segundos se transforma en obsesión. No importaba, ya, que Daniel se mudara al sótano de la vieja casa de Haedo; una vez que la máquina se había activado, no podía detenerse. Por todos lados se colaban los ruidos de aquel primer rayo de sol que, tanto en vigilia como en sueño, le negaba el descanso. Los ruidos, como gusanos, van comiendo su masa encefálica, transformando sus ideas, mezclándolas unas con otras. Empieza a ver a su alrededor una superposición de lenguajes digna de un palimpsesto escrito en varios idiomas. En el momento exacto en el que la madera se mezcla con el metal del tornillo para formar la silla encuentra cópulas monstruosas, hibridaciones que deberían estar prohibidas a la realidad. Los colores muestran su relación cacofónica y, en su mezcolanza viscosa, raspan la piel de Daniel. Finalmente, los gusanos terminan por devorarle el propio cuerpo, desuniendo cartílagos, músculos y huesos en una temblequeante mucosidad espasmódica. Se mira con obsesiva atención las manos, descomponiendo y recomponiendo la mecánica de los cilindros que se cierran sobre el hueco de las palmas.
Su madre, cuyo relato estriba entre el recuerdo y lo imaginado, ha soltado indicios que me llevan a suponer que Daniel buscaba una forma de recomponer su cuerpo para adaptarlo a nuevas circunstancias. Se come su colección de insectos (no así la de animales embalsamados; calculo que sabría que eran venenosos). Empiezan a aparecerle tatuajes en la piel; los hace él mismo según patrones y diagramas que traza en su mente.
Por ese tiempo empieza a salir a dar paseos, sin finalidad aparente. Siempre cubierto, para evitar las punzantes luces. Sus lugares favoritos son la plaza, el subte y los bordes del riachuelo. En uno de esos paseos encuentra una mujer que le llama la atención, y su itinerario pasa a ser seguirla con sigilo. Seguirla y observarla. Día y noche. Trata de imitar sus modos, sus costumbres (compra el mismo diario y guarda algunos recortes en una carpeta, altera su dieta de acuerdo a la de ella, etc).
Al tiempo le parece reconocerla de algún lado y planea un crimen. Una noche, oculto en las sombras -que conocía a fuerza de costumbre-, se hace de valor y usa cloroformo para dormirla y arrastrarla hasta su sótano. La degüella y le arranca un brazo. Esa misma noche, también él se arranca un brazo y cose el de la mujer a su muñón sangrante. Los conocimientos de anatomía que había obtenido en su estudio solitario le bastan para hacer lo imposible: hacer un transplante exitoso de un cuerpo a otro. La electricidad de su cerebro envía señales a su nuevo brazo, que responde con la sumisión de un esclavo. Esa noche, mira con obsesiva atención sus manos -la delicada y la robusta-, descomponiendo y recomponiendo la mecánica de los cilindros que se cierran sobre el hueco de las palmas y leyendo en esos movimientos los planes para su futuro.
Como se sabe, los asesinatos se siguieron unos a otros. Es inútil conjeturar su proceder médico, el régimen de cercenados y suturas que siguió para obtener sus resultados; son secretos que se han perdido con su muerte. La imponente maquinaria que construyó y abandonó en su sótano forma los signos interrogativos de una misma pregunta. Lo importante es el recortado de falanges, las amputaciones cartilaginosas de orejas, el vaciamiento de órganos y rellenado de cuerpos. Lentamente, logró reunir los sexos femeninos y los masculinos dentro de un mismo cuerpo (con resultados estériles, pero unidos al fin). Fue haciendo espacio en la carne y agregando partes donde no las había, como los ojos en sus pechos, las orejas en el hombro, o los dedos a lo largo de las piernas. La obra no tenía fin, ya que se basaba en la metamorfosis permanente. No hay obras que se terminen, sólo que se abandonen. Algunas, con el precio de la vida misma.
Calculo que a esta altura el final de mi historia es predecible: el monstruo necesitaba un cerebro. También a mí me sorprendió esa silueta envuelta en un sobretodo negro. También yo fui desmembrado y reabsorbido. Después de hablar con su madre, recorrer sus notas y admirar su obra en cada espejo, puedo darme una respuesta satisfactoria a la pregunta de mi origen. Veo mi cuerpo vacío sobre la mesa y su cerebro desparramado por el suelo y ya no me pregunto de dónde viene todo aquello. Sólo me aterran el mañana y no volver a dormir de noche.

1 comentario:

  1. Leandro López:

    Sinceramente, y a falta de una expresión más ilustrativa, es un pedazo de cuento!!!!

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